La Música de Erich Zann

 

He examinado con el mayor detenimiento los mapas de la ciudad, sin lograr nunca encontrar de nuevo la Rue d'Au­seil. No todos los mapas eran modernos, pues soy consciente de que los nombres cambian. Antes al contrario, he indagado exhaustivamente en la historia local y he explorado personal­mente cualquier parte, cualquiera que fuera su nombre, que pudiera corresponderse con la calle que yo conocí como Rue d'Auseil. Pero, a pesar de todo esto, ahí queda el humillante hecho de que no puedo encontrar la casa, la calle o incluso el barrio donde, en los últimos meses de mi agobiada vida como estudiante universitario de metafísica, escuché la música de Erich Zann.

            No me extraña que me falle la memoria, ya que mi salud, tanto física como mental, estaba seriamente mermada durante la época en que residí en la Rue d'Auseil, y recuerdo que nunca lleve hasta allí a ninguna de mis escasas amistades. Pero resulta extraño y singular el que no pueda volver a encontrar la calle, ya que se hallaba a media hora de camino de la universidad, y se distinguía gracias a particularidades que serían difíciles de olvi­dar para cualquiera que las hubiera visto. Nunca he conocido a nadie que haya visto la Rue d'Auseil.

            La Rue d'Auseil se encontraba cruzando un río oscuro flan­queado de altos almacenes de ladrillo, y era salvado por un sólido puente de piedra oscurecida. Siempre reinaban las tinie­blas junto a ese río, como si el humo de las cercanas factorías velaran perpetuamente el sol. Asimismo, el río apestaba a malsa­nos hedores que nunca antes había aspirado, y que pueden serme de ayuda algún día en mi búsqueda, ya que podría reco­nocerlos al instante. Al otro lado del puente se abrían angostas calles de adoquines y traviesas, y después venía la cuesta, suave al principio, pero ya increíblemente empinada al llegar a la Rue d'Auseil.

            Nunca antes he visto una calle tan estrecha y escarpada como la Rue d'Auseil. Resultaba casi un barranco, cerrada al trá­fico, formada en ciertas partes por tramos de escaleras y rema­tando en lo alto en una tapia elevada y cubierta de hiedra. El pavimento resultaba irregular, hecho a veces de lajas de piedra, a veces de adoquines y a veces de tierra desnuda en la que brotaba una tenaz maleza gris verdosa. Las casas eran altas y de tejados picudos, increíblemente viejas e inclinadas sin ton ni son hacia delante, detrás o los lados. A veces un par de casas enfrentadas, ambas vencidas hacia delante, casi llegaban a juntarse sobre la calle, como un arco, y en verdad robaban casi toda la luz al terreno de debajo. Había unos cuantos puentes volantes que sal­taban de casa a casa sobre la calle.

            Los habitantes de esta calle me causaban una peculiar impresión. Al principio pensé que se debía a su talante silen­cioso y reservado; pero más tarde concluí que era causado por

el hecho de que todos eran muy viejos. No sé cómo acabé viviendo en una calle así, pero no estaba muy en mis cabales al mudarme. Había vivido en multitud de cuchitriles, siempre desahuciado por falta de dinero, hasta arribar a esa casa destarta­lada de la Rue d'Auseil, regentada por Blandot, un paralítico. Se trataba de la tercera casa a partir del final de la calle, y con mucho era la más alta de todas.

            Mi cuarto estaba en la quinta planta, la única con inquilino, ya que la casa estaba casi vacía. La noche de mi llegada oí una extraña música proveniente de la picuda buhardilla de arriba, y al día siguiente interrogué al respecto al viejo Blandot. Me con­testó que se trataba de un viejo violinista alemán, un extranjero mudo que firmaba como Erich Zann, y que tocaba por las tar­des en la orquestilla de un teatro, añadiendo que el deseo de Zann de tocar durante las noches, a la vuelta del teatro, era lo que le había llevado a elegir su alta y aislada buhardilla, cuya ventana de gablete era el único lugar de la calle desde donde uno podía otear más allá del muro de remate, hacia el declive y la panorámica de más allá.

            A partir de entonces pude escuchar cada noche a Zann, y aunque me mantenía en vela, me sentía tocado por lo ajeno de su música. Sabiendo poco de ese arte, estaba convencido de que ninguna de aquellas composiciones tenía relación alguna con cualquier música que hubiera escuchado antes, y llegué a la con­clusión de que estaba ante un compositor de un genio suma­mente original. Cuanto más escuchaba, más fascinado me sen­tía, hasta que al cabo de una semana me decidí a ganarme la amistad del anciano.

            Una noche, a la vuelta de su trabajo, me hice el encontra­dizo con Zann en el vestíbulo y le comenté que me gustaría conocerlo, así como acompañarlo mientras tocaba. Se trataba de un personaje bajo, delgado, cargado de hombros, de ropas raí­das, ojos azules, rostro grotesco como el de un sátiro y casi calvo. A mis primeras palabras pareció irritado y temeroso a un tiempo. Mi talante, abiertamente amistoso, lo aplacó no obs­tante al final, y de mala gana me invitó por señas a seguirlo por las escaleras oscuras, crujientes y temblorosas del ático. Su cuarto, uno de los dos que había en la empinada buhardilla picuda, miraba al este, hacia la gran tapia que formaba el remate superior de la calle. Era de gran tamaño y parecía aún mayor gracias a su extrema desnudez y abandono. El mobiliario consis­tía tan solo en un estrecho jergón de hierro, una desconchada palangana, una mesa pequeña, una gran librería, un atril de hie­rro y tres sillas vetustas. Las partituras se apilaban en desorden por los suelos. Los muros eran de tablazón desnuda, y segura­mente jamás conocieron el yeso, al tiempo que la abundancia de polvo y telarañas acentuaban la impresión de que el lugar estaba más abandonado que deshabitado. Sin duda, el mundo de belleza de Erich Zann se hallaba en algún lejano cosmos de la imaginación.

            Invitándome a sentarme, el mudo cerró la puerta, echó el gran pestillo de madera y encendió una vela para hacer compa­ñía a la que había traído consigo. Luego sacó el violín de su apo­lillada funda y, empuñándolo, se sentó en la menos incómoda de las sillas. No empleó el atril, pero sin una vacilación, tocando de memoria, me encandiló durante una hora con melodías nunca antes oídas, melodías que debían ser creaciones suyas. Describirlas con exactitud es algo imposible para un lego en música. Se trataba de algo así como una fuga, con pasajes recu­rrentes de una cualidad de lo más fascinante, pero lo más nota­ble fue la ausencia de cualquiera de las extrañas notas que había escuchado arriba, desde mi cuarto, en anteriores ocasiones.

            Recordaban bien esas notas obsesivas, y a menudo las había tarareado y silbado titubeante para mí mismo, por lo que cuando el músico bajó al fin su arco le pregunté si podría brin­darme alguna de ellas. Apenas comenzada mi solicitud, el arrugado rostro de sátiro perdió su aburrida placidez que luciera durante la interpretación, pareciendo mostrar esa misma y curiosa mezcla de ira y temor que ya advirtiera la primera vez que abordé al anciano. Por un momento intenté la persuasión, achacando de forma bastante ligera su actitud a un ramalazo de senilidad, e incluso intenté despertar el extraño humor de mi anfitrión silbando algunos de los acordes que oyera la noche antes. Pero no insistí más que un momento, ya que, apenas reconocer el silbido, el rostro del músico mudo se contorsionó en un gesto que se encontraba más allá de cualquier análisis, y su mano derecha, larga, fría y huesuda, se levantó para silenciar mi boca y su tosco remedo. Al hacerlo dio otra muestra de excentricidad lanzando una ojeada inquieta a la solitaria ven­tana, cubierta de cortinas, como si temiera alguna intrusión... una mirada doblemente absurda por cuanto la buhardilla se alzaba alta e inaccesible sobre los tejados vecinos, y siendo esa ventana, tal como me dijera el conserje, el único lugar de esa empinada calle y la única desde la que uno podía ver el muro de lo alto.

            La mirada del viejo me trajo a la cabeza el comentario de Blandot, y se me antojó contemplar el vasto y vertiginoso pano­rama de tejados a la luz de la luna, así como las luces al otro lado de la cima de la colina, de las que, de entre todos los habitantes de la Rue d'Auseil, sólo este asilvestrado músico podía disfrutar. Me acerqué a la ventana e iba a abrir las indescriptibles cortinas cuando, con una espantada rabia aún mayor que la de antes, el mudo huésped volvió a abalanzarse sobre mí, en esta ocasión señalándome la puerta con la cabeza mientras trataba de arras­trarme con las manos. Completamente disgustado ahora con mi anfitrión, le exigí que me soltase, diciéndole que me iría en el acto. Su apretón aflojó y, viéndome molesto y ofendido, su pro­pia furia pareció disiparse. Volvió a oprimir mi brazo, esta vez en gesto de amistad, conduciéndome hasta una silla; entonces, con gesto pensativo, fue hasta la abarrotada mesa y allí escribió algu­nas palabras a lápiz en el trabajoso francés de los extranjeros.

            La nota que acabó tendiéndome era una súplica de toleran­cia y perdón. Zann decía ser anciano, solitario y afligido por extraños miedos y problemas nerviosos relacionados con su música, entre otros motivos. Se sentía honrado por mi interés hacia su música y esperaba que volviera a visitarle, sin tener en cuenta sus excentricidades. Pero no podía tocar para otra per­sona sus extrañas melodías, ni podía dejar que las oyesen; ni per­mitir que nadie tocase nada en ese cuarto. Hasta nuestra conver­sación en la sala, no había sabido que podía oírle tocar desde mi alcoba, y ahora me rogaba que, si podía, arreglase con Blandot el instalarme en una habitación más baja, desde la que no pudiera escucharle de noche. Él, afirmaba, pagaría la diferencia de precio.

            Mientras estaba sentado, descifrando su execrable francés, me sentí más dispuesto hacia el anciano. Era víctima de padeci­mientos físicos y nerviosos, tal como yo; y mis estudios metafísi­cos me habían enseñado la virtud de la caridad. En el silencio hubo un ligero sonido en la ventana -la contraventana debió golpetear en alas del viento nocturno-, lo que por alguna razón sobresaltó violentamente a Erich Zann. Cuando acabé de leer, estreché la mano de mi anfitrión y me fui como amigo. AI día siguiente, Blandot me asignó un cuarto más caro en la ter­cera planta, entre la alcoba de un viejo usurero y la habitación de un respetable tapicero. No había nadie en la cuarta planta.

            No tardé en descubrir que el interés de Zann por mi com­pañía no era tan grande como parecía cuando me convenció para que me mudase de la quinta planta. Nunca me invitaba, y, cuando yo mismo lo hacía, parecía disgustado y tocaba indife­rente. Era siempre de noche... dormía de día y no recibía a nadie. Mi aprecio por él no creció, pero la habitación del ático y el extraño músico parecían ejercer una rara fascinación sobre mí.

Sentía un curioso deseo de mirar a través de esa ventana sobre el muro y las invisibles laderas, sobre los resplandecientes tejados y los chapiteles que debían desplegarse más allá. Una vez acudí en horas de teatro a la buhardilla, cuando Zann no estaba, pero la puerta se hallaba cerrada con llave.

            Lo que sí conseguí fue el escuchar los conciertos nocturnos del viejo mudo. Al principio iba de puntillas hasta mi antiguo cuarto de la quinta planta, luego me hice lo bastante audaz como para ascender por el último y crujiente tramo de escaleras hasta la picuda buhardilla. En el angosto descansillo, al otro lado de la puerta, trancada y con la cerradura ocluida, escuchaba a menudo sonidos que me llenaban de un miedo indefinible... miedo a prodigios indefinidos y misterios acechantes. No es que tales sonidos fuesen espantosos, pues no lo eran, pero contenían vibraciones que sugerían cosas que no eran de este mundo y, a intervalos, asumían una cualidad sinfónica que a duras penas podía creer el producto de un sólo músico. Con el paso de semanas, la interpretación se volvió más salvaje, mientras el viejo músico se tornaba cada vez más ojeroso y furtivo que lo hacían lastimoso de ver. Ahora rehusaba admitirme en momento alguno, y me rehuía cada vez que nos topábamos en las escaleras.

            Y una noche, mientras escuchaba al pie de la puerta, oí cómo el chirriante violín estallaba en una caótica babel de soni­dos; un pandemónium que podría haberme hecho dudar de mi propia y tambaleante cordura de no haberme llegado de detrás de esa puerta cerrada una lastimera prueba de que el horror era real... ese grito espantoso, inarticulado, que sólo un mudo puede proferir, y que se desata sólo en momentos del más terri­ble miedo o angustia. Golpeé insistentemente la puerta sin obte­ner contestación. Entonces esperé en el oscuro rellano, estreme­cido de miedo y frío, hasta oír los débiles esfuerzos del pobre músico por incorporarse con ayuda de una silla. Creyéndolo recobrarse de un desmayo, reanudé los golpes a la vez que pronunciaba mi nombre para tranquilizarlo. Escuché cómo Zann se tambaleaba hacia la ventana y cerraba contraventana y cortina; después fue trastabillando hasta la puerta y la abrió titubeante. Esta vez su gozo al verme fue real, ya que su semblante desenca­jado resplandecía de alivio mientras se aferraba a mi chaqueta como un niño a las faldas de su madre.

            Temblando de forma patética, el viejo me hizo sentar en una silla, al tiempo que él ocupaba otra, junto a la que su violín y arco yacían de forma descuidada sobre el suelo. Permaneció algún tiempo inmóvil, cabeceando de forma extraña, ofreciendo una paradójica insinuación de escucha intensa y espantada. Des­pués pareció quedar satisfecho y, pasando a una silla junto a la mesa, escribió una breve nota, me la tendió y regresó a la mesa, donde comenzó a escribir rápida e incesantemente. La nota me rogaba encarecidamente, y si quería satisfacer mi curiosidad, que esperase en mi sitio mientras él preparaba un registro com­pleto en alemán de todos los prodigios y terrores que le habían acaecido. Aguardé, y el lápiz del mudo volaba.

            Quizás una hora mas tarde, mientras yo aún esperaba y las hojas que el viejo músico rellenaba febrilmente continuaban apilándose, vi sobresaltarse a Zann como tocado por un horrible estremecimiento. Sin lugar a dudas, miraba a la ventana cubierta por cortinas y escuchaba estremecido. Entonces me pareció a medias oír un sonido; aunque no era nada horrible, sino que, por el contrario, se trataba de una nota musical sumamente baja e infinitamente distante, sugiriendo un intérprete que se hallase en una de las casas de la vecindad, o quizás en alguna morada del otro lado del muro sobre el que nunca había llegado a mirar. Pero el efecto fue terrible para Zann, ya que, dejando caer el lápiz, se alzó bruscamente, empuñó el violín y comenzó a desga­rrar la noche con la más extraordinaria interpretación que jamás haya oído nacer de ese arco, fuera de lo escuchado junto a la puerta cerrada.

            Sería infructuoso describir la interpretación de Erich Zann en esa noche espantosa. Resultaba más horrible que cualquier otra cosa que yo hubiera escuchado, ya que ahora veía la expresión de su rostro, y podía comprender que el motivo era un miedo atroz. Intentaba hacer ruido para mantener algo a raya o quizás ahogar sus sonidos... el qué, no puedo imaginarlo, aunque creo que debía tratarse de algo terrible. La ejecución se volvía fantástica, delirante e histérica, aunque manteniendo hasta el fin las cualidades de supremo genio que, como yo bien sabía, poseía aquel singular anciano. Reconocía los sones –se trataba de una salvaje danza húngara, popular en los teatros, y por un instante pensé que era la primera vez que oía a Zann acometer la obra de otro compositor.

            Más y más alto, más y más salvaje, subían el chirrido y el gemir de aquel violín desesperado. El músico estaba empapado en sudor y se contorsionaba como un mono, sin dejar de mirar frenéticamente hacia la ventana cubierta por la cortina. En sus extraordinarias contorsiones, casi podía adivinar sátiros y bacan­tes bailando y girando enloquecidos a través de hirvientes abis­mos de nubes y humo y relámpagos. Y entonces creí escuchar una nota más aguda y persistente que la del violín; una nota cal­mosa, deliberada, intencionada, burlona, que llegaba de muy lejos hacia el oeste.

            En ese momento la contraventana comenzó a batir empu­jada por un rugiente viento nocturno que se había alzado en el exterior a la par que el loco concierto de dentro. El chirriante violín de Zann ahora se impuso emitiendo sonidos que yo no creía posibles en un instrumento así. La contraventana batió más fuerte, suelta, y comenzó a golpear la ventana. El cristal saltó en pedazos bajo los golpes repetidos y el viento frío entró, haciendo chisporrotear las velas y arrebatando los folios de la mesa donde Zann había comenzado a transcribir su horrible secreto. Miré a Zann y vi que se hallaba más allá de cualquier relato imparcial. Sus ojos azules estaban desorbitados, vidriosos, ciegos, y la frenética interpretación se había convertido en una irreconocible orgía, ciega, mecánica, que ninguna pluma puede aspirar siquiera a insinuar.

            Un soplo repentino aun más fuerte que los demás, arrebató el manuscrito y lo llevó hacia la ventana. Perseguí con desespe­ración las hojas volantes, pero se fueron antes de que pudiera llegar a los cristales rotos. Entonces recordé mi antiguo deseo de mirar por esa ventana, la única en la Rue d'Auseil desde la que uno podía contemplar la ladera al otro lado del muro y la ciu­dad que se extendía más allá. Estaba muy oscuro, pero las luces de la ciudad permanecían encendidas, y yo esperaba verlas a. pesar de la lluvia y el viento. Pero aunque me asomé a esa alta ventana de buhardilla, miré mientras las velas chisporroteaban y el loco violín aullaba al compás del viento nocturno, no vi ciu­dad alguna abajo, ni luces amigables resplandeciendo desde calles reconocibles, sino sólo la oscuridad del espacio ilimitado; inimaginable espacio viviente, con movimiento y música, care­ciendo de semejanza alguna con nada de esta tierra. Y mientras permanecía allí, mirando aterrorizado, el viento apagó las velas de la antigua buhardilla picuda, sumiéndome en una salvaje e impenetrable oscuridad, con caos y pandemónium ante mí, y la demoníaca locura del violín aullando en la noche a mis espaldas.

            Retrocedí tambaleándome en la oscuridad, sin medios para encender la luz, chocando con la mesa, volteando una silla y finalmente abriéndome paso hacia el lugar donde la oscuridad gritaba con la estremecedora música. Debía hacer algo para sal­varnos a Erich Zann y a mí mismo, cualesquiera que fueran los poderes que se nos enfrentaban. En cierta ocasión creí sentir el roce de algo helado y grité, pero mi grito fue acallado por aquel espantoso violín. Repentinamente, en la oscuridad, el enloque­cido vaivén del arco me tocó y supe que estaba junto al músico. Tanteando, toqué el respaldo de la silla de Zann, y luego encon­tré y sacudí su hombro intentando hacerle volver en sí.

            No respondió, y el violín chirriaba sin pausa. Alcé la mano a su cabeza, cuyo mecánico agitar pude detener y le grité en el oído que debíamos escapar de los desconocidos seres de la noche. Pero ni me respondió ni detuvo el frenesí de su inexpli­cable música, mientras que por toda la buhardilla parecían dan­zar extrañas corrientes de viento entre la oscuridad y la confu­sión. Al tocar con la mano su oreja me estremecí, aunque sin saber por qué... no lo supe hasta que palpé su rostro inmóvil; el rostro frío como el hielo, rígido, sin respiración, cuyos ojos se desorbitaban en vano mirando el vacío. Y entonces, merced a algún milagro, alcancé la puerta y el gran pestillo de madera, y huí desesperadamente del ser de ojos vidriosos en la oscuridad, y del espectral aullido de ese maldito violín cuya furia crecía según yo escapaba.

            Saltando, volando, huyendo por esas escaleras sin fin a través de la casa a oscuras; corriendo a ciegas por esa calle estrecha, empi­nada y antigua, llena de escalones y casas inclinadas; bajando escalinatas y corriendo sobre adoquines hacia las calles inferiores y el pútrido río encajonado; cruzando jadeante el gran puente oscuro hacia las calles y bulevares más amplios y salubres que me resultaban conocidos; aún guardo todas esas impresiones. Y recuerdo que no había viento ni luna, y que todas las luces de la ciudad resplandecían.

            A pesar de mis búsquedas e indagaciones más cuidadosas, nunca he podido dar con la Rue d'Auseil. Pero tampoco me pesa tanto, ya sea por esto o por la pérdida en abismos no soña­dos de las hojas de letra apretada que eran lo único que podrían haber explicado la música de Erich Zann.



Polaris

 A través de la ventana norte de mi estancia, la estrella Polar refulge con luz extraordinaria. En las espantosas horas de negrura brilla en ese lugar. Y durante el otoño, cuando los vien­tos del norte maldicen y gimotean, y los árboles tornados en rojo del pantano se susurran cosas entre sí, en las tempranas horas de madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento en el alféizar y observo a esa estrella. Justo debajo titila la brillante Casiopea con el pasar de las horas, mientras el Carro se alza con pesadez entre los árboles envueltos en brumas del pan­tano, que el viento nocturno hace balancear. Justo antes del alba, Arturo parpadea rubicunda sobre el cementerio del alto­zano y la Cabellera de Berenice reluce furiosa a lo lejos, sobre el misterioso oriente; pero aún la estrella Polar continúa en el mismo sitio de la negra bóveda, parpadeando odiosa como un malsano ojo vigilante que pugnara por transmitir algún extraño mensaje, aunque sin recordar nada excepto que tenía un mensaje que transmitir. A veces, cuando está nublado, puedo dormir.

            Recuerdo a la perfección la noche de la gran Aurora, cuando sobre el pantano bailaban los alucinantes reflejos de luz demoníaca. Tras los destellos llegaron las nubes, y entonces pude con­ciliar el sueño.

            Y fue bajo una luna cornuda y menguante cuando divisé por primera vez la ciudad. Se hallaba silenciosa y somnolienta, en una extraña meseta de un collado entre dos extraños picos. De espantable mármol eran sus muros y torres, sus columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles marmóreas se alzaban columnas de mármol con los remates tallados en imágenes de solemnes hombres barbados. La atmósfera resultaba cálida y calmosa. Y arriba, apenas a diez grados del cenit, resplandecía la vigilante estrella Polar. Contemplé durante largo rato la ciu­dad, pero el día no llegaba. Cuando el rojizo Aldebarán, que fulguraba a baja altura sin llegar a ponerse jamás, se había arras­trado una cuarta parte del camino en torno al horizonte, atisbé luz y movimiento en las calles y las casas. Gentes de vestiduras extrañas, nobles y familiares a un tiempo, salían a las calles y bajo la luna cornuda y menguante los hombres hablaban con sensatez en una lengua que me resultaba familiar, aun cuando era diferente a cualquier idioma que hubiera conocido antes. Y cuando el rojo Aldebarán se hubo deslizado más de la mitad del camino alrededor del horizonte, retornaron la oscuridad y el silencio.

            Al despertar, ya no fui el mismo. En mi memoria se había grabado la visión de la ciudad y en mi espíritu se alzaba otra reminiscencia, aún más vaga, de cuya naturaleza entonces no me hallaba muy seguro. En adelante, durante las noches nubladas en las que podía dormir, atisbé con frecuencia la ciudad; a veces bajo esa luna cornuda y menguante, y en ocasiones bajo los rayos amarillos de un sol que no se ponía pero que rotaba lentamente alrededor del horizonte. Y en las noches despejadas la estrella Polar acechaba como no lo hiciera nunca antes.

            De forma gradual, comencé a preguntarme cuál sería mi sitio en esa ciudad de la extraña meseta entre extraños picos. Alegre al principio de contemplar la escena como observador incorpóreo y omnipresente, comencé luego a ansiar el definir mi relación con ella, y medir mis talentos entre los graves persona­jes que platicaban a diario en la plaza pública. Me decía: «Esto no es un sueño, ¿por qué medio podré probar su superior reali­dad sobre esta otra de la casa de piedra y ladrillo al sur del siniestro pantano y el cementerio del altozano, donde la estrella Polar escudriña a través de mi ventana norte cada noche?

            Una noche, mientras escuchaba la discusión en la gran plaza de múltiples estatuas, percibí un cambio y noté que tenía al fin forma corpórea. Pero yo no era forastero en las calles de Olat­hoé, que se alza en la meseta de Sarkis, entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su alocución era agradable a mi espíritu, pues se trataba del discurso de un hombre cabal y un patriota. Esa noche habían llegado nuevas sobre la caída de Daiko y sobre el avance de los Inutos; demo­nios amarillos, achaparrados, infernales, que cinco años atrás lle­garan del oeste ignoto para devastar los confines de nuestro reino, y que acabaron sitiando nuestras ciudades. Habiéndose apoderado de las fortalezas al pie de las montañas, ahora goza­ban de paso franco a la meseta, a no ser que cada ciudadano pudiera hacerles frente con la fuerza de diez hombres. Ya que las rechonchas criaturas eran duchas en las artes guerreras y care­cían del escrupuloso honor que disuadía a nuestros hombres altos y de ojos grises de Lomar de lanzarse a una conquista des­piadada.

            Mi amigo Alos era el jefe de todas las fuerzas de la meseta, y en sus manos estaba la última esperanza de nuestra patria. En esta ocasión hablaba de los peligros que habría que afrontar, y

exhortaba a los hombres de Olathoé, los más bravos de entre los lomarios, a mantener las tradiciones de sus antepasados, quienes al verse obligados a emigrar al sur de Zobna ante el avance de los hielos (tal como nuestros descendientes habrán algún día de huir de la tierra de Lomar) arrojaron valerosa y victoriosamente ante sí a los peludos y brazilargos caníbales Gnophekehs que se interponían en su camino. A mí, Alos me había denegado el alistamiento, ya que era enfermizo y propenso a una extraña debilidad ante cualquier tensión y esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad a pesar de las horas que cada día empleaba en el estudio de los manuscritos Pnakoticos y la sabi­duría de los Padres Zobnarianos; por lo que mi amigo, no que­riendo condenarme a la inacción, me otorgó el empeño que resultaba el penúltimo en importancia. Me envió a la torre de vigilancia de Thapnen, donde serviría con los ojos a nuestro ejército. De intentar los inutos conquistar la ciudadela a través del pico Noton, sorprendiendo así a la guarnición, debía encen­der el fuego que pondría sobre aviso a los soldados de guardia, salvando así a la ciudad de un inmediato desastre.

            A solas ascendí la torre, ya que hasta el último hombre era necesario en los desfiladeros de abajo. Mi cerebro se veía doloro­samente ofuscado por la excitación y la fatiga, ya que no había dormido en muchos días; aunque mi propósito se mantenía firme, porque amaba a mi tierra natal de Lomar, así como a la ciudad de mármol de Olathoé, ubicada entre los picos Noton y Kadiphonek.

Pero mientras estaba en la estancia superior de la torre, observé a la cornuda luna menguante, roja y siniestra, estremeciéndose entre los vapores que pendían sobre el lejano valle de Banof. Y, a través de una abertura en el techo, resplandecía la pálida estrella Polar, agitándose como si estuviera viva, espián­dome como un demonio tentador. Creo que su espíritu me susurraba malvados consejos, arrastrándome a una traidora somnolencia con una promesa condenadamente rítmica que se repe­tía una y otra vez.

 

«Duerme, vigía, hasta que las esferas

Veintiséis mil años

Hayan girado, y yo tornado

Al sitio donde ahora fulguro.

Otras estrellas en su momento se alzarán

 En el eje de los cielos;

Astros que alivien y astros que bendigan

Con dulce olvido:

Tan sólo al final de mi giro

El pasado vendrá a tocara tu puerta. »

 

            Me debatí en vano contra el sopor, tratando de interconec­tar esas extrañas palabras con alguna de las tradiciones celestes conocidas en los manuscritos Pnakóticos. La cabeza, pesada y vacilante, se me venció sobre el pecho y, al mirar de nuevo, lo hice entre sueños; con la estrella Polar burlándose de mí a través de una ventana, sobre los árboles horriblemente oscilantes de un onírico pantano. Y aún sueño.

            En mi vergüenza y desesperación a veces grito frenética­mente, implorando a las criaturas de ensueño que me rodean que me despierten, no sea que los inutos se escabullan por el desfiladero al pie del pico Noton y se apoderen por sorpresa de la ciudadela; pero tales criaturas son demonios, ya que se ríen de mí y me dicen que estoy soñando. Se mofan mientras duermo, y los achaparrados enemigos amarillos pueden estar mientras des­lizándose en silencio hacia nosotros. He fallado en mi deber y traicionado a la marmórea ciudad de Olathoé; he fallado a Alos, mi amigo y comandante. Pero todavía esas sombras del sueño me escarnecen. Dicen que no existe tierra de Lomar, salvo en mi imaginación, que en aquellas tierras donde la estrella Polar brilla alta y el rojo Aldebarán repta a ras de horizonte no existe sino hielo y nieve desde hace milenios, y que ningún hombre mora allí excepto achaparradas criaturas amarillas consumidas por el frío que se hacen llamar «esquimales».

            Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por sal­var la ciudad cuyo peligro crece a cada momento, tratando de espantar en vano ese antinatural sueño de una casa de piedra y ladrillo al sur de un siniestro pantano y un cementerio en un bajo altozano, la estrella Polar, maligna y monstruosa, me acecha desde la negra bóveda; parpadeando odiosa como un malsano ojo vigilante que pugnara por transmitirme algún extraño men­saje, aunque sin recordar nada excepto que tenía un mensaje que transmitir.



El Extraño

Infeliz es aquél a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquél que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro. No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. 

Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.

Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. 

En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio. Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día. A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. 

Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Antojóseme que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba. De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. 

Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.

Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos. Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.

De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. 

El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, extendíase a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna. Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz, ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa.

No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas.

Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas. Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.

Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaba a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer.

Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.

No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos. Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados. Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad, agradezco casi la amargura de la alienación.

Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué una fría e inexorable superficie de pulido espejo.



El Alquimista

 Allá  en lo alto, coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda cubierta por los árboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y forta­leza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, forma­ban en la época feudal una de las más temidas y formidables for­talezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espacio­sos salones el paso del invasor.

            Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vás­tagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, pri­mero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los tristemente men­guados descendientes de los otrora poderosos señores del lugar.

            Fue en una de las vasta y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salva­jes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi naci­miento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligen­cia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chi­quillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumen­tada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verda­dera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se con­taban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.

            Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocu­paba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llena­ban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la natura­leza eran lo que más llamaban mi atención.

            Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascen­dencia, y lo poco que supe me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia con­seguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldi­ción que durante siglos había impedido que las vidas de los por­tadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido conti­nuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquie­tante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con despre­cio el increíble relato que tenía ante los ojos.

            El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talen­tos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estu­diado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arca­nos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos peque­ños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.

            Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabe­zado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, lle­vado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados procla­maban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.

 

«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida

Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees»

 

proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina.

            El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir.

            Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresi­vamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empe­ñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En los pocos momen­tos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición.

            Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extra­ños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposi­ciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas.

            Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo con­templado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasa­dos fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier ins­tante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía.

            El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que pare­cía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con anillo, directa­mente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificul­tad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titu­beante resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes pro­fundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de pie­dra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resistió firme­mente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin pre­vio aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo cas­tillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que pueda ima­ginarse. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un casquete y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extraña­mente cargada de hombros y casi perdida dentro de los volumi­nosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profun­das en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio. Pon fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita male­volencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apre­sado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alqui­mia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la bús­queda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas.

            Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero brusca­mente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepa­sado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese mo­mento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustado asesino resultó dema­siado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.

            Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espan­tosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peli­grosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encon­tré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal ama­rillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brota­ban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evi­dente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.

            Súbitamente, aquel miserable, animado por un último res­coldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.

            —¡Necio! —gritaba—. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldi­ción sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién desveló el secreto de la alqui­mia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHAR­LES LE SORCIER!


CELEPHAÏS

 

En un sueño Kuranes vio la ciudad del valle y la costa que había más allá, y el pico que dominaba el mar, y las galeras pintadas de alegres colores que zarpan desde el puerto rumbo a las distantes regiones donde el mar se junta con los cielos. Tam­bién en un sueño consiguió el nombre de Kuranes, ya que durante la vigilia era llamado de forma distinta. Quizás le fue natural el soñar un nombre nuevo, ya que era el último de su estirpe y se hallaba solo entre las muchedumbres indiferentes de Londres, por lo que no había demasiados que pudieran hablar con él y recordarle quién había sido. Había perdido sus tierras y dineros, y no se preocupaba de los hábitos de la gente alrededor, ya que prefería soñar y plasmar tales sueños. 

Cuanto escribiera había despertado la hilaridad de aquellos a los que se lo había mostrado, y, por último, dejó de escribir. Cuanto más se retiraba del mundo inmediato, más maravillosos se volvían sus sueños, y hubiera sido casi inútil el intentar traspasarlos al papel. Kuranes no era un hombre moderno, y no tenía las miras de otros que también escriben. Mientras ellos pugnaban por despojar a la vida de las ornadas vestimentas del mito, Kuranes tan sólo aspi­raba a la belleza. Cuando la verdad y la experiencia no se la mos­traron, se volvió hacia la fantasía y la ilusión, hallándola en sus mismos umbrales, entre los nebulosos recuerdos de los cuentos de su niñez y entre los sueños.

            No hay mucha gente que sepa cuántas maravillas se les abren en las historias y visiones de juventud, ya que cuando somos niños oímos y soñamos, albergamos ideas a medio cuajar, y cuando al hacernos hombres intentamos recordar, nos vemos estorbados y convertidos en seres prosaicos por el veneno de la vida. Pero algunos de nosotros nos despertamos en mitad de la noche entre extraños fantasmas de colinas y jardines encantados, de fuentes cantarinas al sol, de acantilados dorados a la vera de mares rumorosos, de llanuras abiertas en torno a somnolientas ciudades de bronce y piedra, de la severa compañía de héroes cabalgando blancos caballos engualdrapados junto a espesas sel­vas; y entonces sabremos que hemos vuelto los ojos a las puertas de marfil del mundo de prodigios que fuera nuestro antes de convertirnos en sabios e infelices.

            Kuranes volvió de súbito al viejo mundo de la infancia. Había estado soñando con la casa donde naciera; el gran hogar de piedra cubierto por la hiedra, donde vivieran trece generacio­nes de antepasados, y donde hubiera ansiado morir. Lucía la luna, y él se había escabullido por la fragante noche veraniega; atravesó jardines, bajó terrazas, dejó atrás los grandes robles y recorrió el largo camino blanquecino hacia el pueblo. La villa parecía muy antigua, con sus límites tan reducidos como aquella luna que comenzaba a menguar, y Kuranes se preguntó si bajo los tejados picudos de las casitas se albergaría el sueño o la muerte. Las malas hierbas crecían en las calles, y los cristales de las ventanas a ambos lados se encontraban rotos o acechaban transparentes. Kuranes no se demoró, antes bien prosiguió tra­bajosamente, como al reclamo de alguna meta. No osó desobe­decer su llamada por miedo a que se revelase como una ilusión similar a las necesidades y aspiraciones de la vigilia, que no con­ducen a destino alguno. Luego se sintió atraído hacia un calle­jón que salía del casco de la ciudad rumbo a los acantilados del canal y alcanzó el final de las cosas... el precipicio y el abismo donde el pueblo y el mundo entero se desplomaban abrupta­mente en una vacuidad sin sonidos de infinito, y donde el cielo por delante se hallaba a oscuras, despojado de la menguante luna o de las acechantes estrellas. La confianza le urgió a prose­guir sobre el precipicio, en el abismo por donde descendió flo­tando, flotando, flotando; pasó oscuridad, incorporeidad, sue­ños no soñados, esferas débilmente iluminadas que podían ser sueños soñados a medias y burlones seres alados que parecían mofarse de los soñadores de todos los mundos. Entonces pare­ció abrirse una falla en la oscuridad de delante y vio la ciudad del valle, refulgiendo de forma radiante a lo lejos, lejos y abajo, con el trasfondo del mar y del cielo, y la montaña cubierta de nieves al pie de la orilla.

            Kuranes se despertó en el mismo instante de vislumbrar la ciudad, aunque gracias a aquel fugaz vistazo supo que no se tra­taba sino de Celephaïs, en el valle de Ooth-Nargai, más allá de las colinas Tanarias, donde su espíritu morara durante toda la eternidad de una hora, una tarde de verano, mucho tiempo atrás, cuando se había escapado de su aya y había permitido que la cálida brisa marina le acunara hasta alcanzar el sueño mientras observaba las nubes desde los riscos próximos al pueblo. Enton­ces se había resistido, cuando lo encontraron, lo despertaron y lo llevaron de vuelta a casa, ya que justo al despertar había estado al borde de embarcar en una galera dorada rumbo a esas seductoras regiones donde el mar se reúne con el cielo. Y ahora

se sentía igualmente molesto de despertar, ya que había reen­contrado su fabulosa ciudad tras cuarenta fatigosos años.

            Pero Kuranes volvió a Celephaïs tres noches después. Como anteriormente, soñó al principio con el pueblo durmiente o muerto, y con el abismo por el que uno debía caer flotando en el silencio; luego apareció de nuevo el acantilado y pudo con­templar los resplandecientes minaretes de la ciudad, y vio las galeras llenas de gracia fondeadas en el puerto azul, y observó los gingkos de monte Aran meciéndose con la brisa marina. Pero esta vez no se vio bruscamente arrebatado y fue a posarse tan suavemente como un ser alado sobre una colina herbosa, hasta que al fin sus pies reposaron sin violencia sobre el césped. Había por fin regresado al valle de Ooth-Nargai y a la esplendo­rosa ciudad de Celephaïs.

            Kuranes fue cuesta abajo entre hierbas aromáticas y flores brillantes, cruzó el burbujeante Naraxa por el puentecillo de madera sobre el que grabara su nombre tantos años atrás, y cruzó las susurrantes arboledas rumbo al gran puente de piedra que llevaba a las puertas de la ciudad. Todo seguía como antes; ni las murallas marmóreas se habían descolorido, ni se habían deslucido las estatuas de bronce que las coronaban. Y Kuranes vio que no debía temer que las cosas que conociera hubieran desaparecido, ya que incluso los centinelas de las murallas eran los mismos, y tan jóvenes como los recordaba. Al entrar en la ciudad, cruzando las puertas de bronce y pisando el pavimento de ónice, los mercaderes y los camelleros lo saludaban como si no se hubiera marchado jamás; y le ocurrió lo mismo en el tem­plo de turquesa de Nath-Horthath, donde los sacerdotes toca­dos de orquídeas le informaron de que el tiempo no existe en Ooth-Nargai, sino tan sólo juventud eterna. Entonces Kuranes fue por la calle de las Columnas hasta el muro marítimo, donde se reunían mercaderes y marineros, así como extrañas gentes lle­gadas de las regiones donde el mar se junta con el cielo. Allí

estuvo largo rato, oteando sobre el puerto brillante donde el oleaje centellea bajo un sol desconocido y donde se encuentran listas para zarpar las galeras de lugares lejanos. Y contempló también al monte Aran alzándose regiamente sobre la orilla, las suaves laderas verdes con sus árboles balanceándose y su cima blanca rozando las nubes.

            Más que nunca, Kuranes sintió el anhelo de embarcar en una galera rumbo a los lejanos lugares sobre los que había oído contar tantas extrañas historias, y buscó de nuevo al capitán que había aceptado enrolarlo hacía tanto tiempo. Encontró a aquel hombre, Athib, sentado sobre el mismo cofre de especias que ocupara antaño, y Athib no parecía ser consciente de cuánto tiempo había transcurrido. Entonces los dos remaron hasta una galera del puerto y, dando órdenes a los remeros, comenzaron a bogar sobre el ondulante mar Cerenio que conduce hasta el cielo. Durante varios días se deslizaron sobre el mar agitado hasta alcanzar por fin el horizonte, donde el mar se reúne con el firmamento. Aquí la galera no llegó a detenerse, sino que fue flotando despacio por el azul celeste entre nubes de algodón teñidas de rosa. Y muy por debajo de la quilla, Kuranes llegó a divisar extrañas tierras y ríos y ciudades de arrebatadora belleza, tendidas indolentes al resplandor de un sol que nunca parecía menguar o desaparecer. Al fin Athib le comunicó que el viaje estaba próximo a concluir, y que pronto arribarían al puerto de Serannian, la ciudad de mármol rojo de las nubes, que ha sido edificada en esa etérea costa donde el viento del poniente sopla por los cielos; pero cuando la más alta de las torres talladas de la ciudad apareció a la vista, se produjo un sonido en algún lugar y Kuranes despertó en su buhardilla de Londres.

            Durante muchos meses, Kuranes buscó en vano la maravi­llosa ciudad de Celephaïs y sus galeras celestiales; y aunque sus sueños le llevaron a multitud de lugares magníficos, nunca antes narrados, nadie de cuantos se cruzó fue capaz de indicarle cómo encontrar Ooth-Nargai, más allá de la colinas Tanarias. Una noche sobrevoló oscuras montañas donde ardían mortecinos y solitarios fuegos de campamento, a una gran distancia, y había extraños rebaños de seres velludos cuyos guías portaban resonan­tes campanillas; y en la parte más salvaje de aquel montañoso dis­trito, tan remoto que pocos hombres habían llegado a verlo, encontró un muro o calzada de piedra, de espantosa antigüedad, zigzagueando entre las cimas y los valles; demasiado grande incluso para haber sido construido por manos humanas, y de tal longitud que ninguno de sus extremos estaba a la vista. Más allá del muro, en el alba gris, llegó a una tierra de pintorescos jardines y cerezos, y al alzarse el sol pudo contemplar la belleza de flores rojas y blancas, follajes verdes y céspedes, caminos blancos, arro­yos cristalinos, estanques azules, puentes tallados y pagodas de tejados rojos; y buscó a la gente de esa tierra, pero comprobó que allí no había nadie, fuera de pájaros, abejas y mariposas. Otra noche Kuranes se acercó a una escalera espiral de piedra, húmeda y sin fin, y llegó a una ventana de una torre que dominaba una gran llanura y un río a la luz de la luna llena, y en aquella silen­ciosa ciudad que se extendía por la orilla del río creyó columbrar algún rasgo o aspecto nunca antes visto. Hubiera bajado a pre­guntar por el camino a Ooth-Nargai de no ser por la temible aurora que se alzó sobre algún remoto lugar más allá del hori­zonte, mostrando las ruinas y la antigüedad de la ciudad, y el estancamiento del río enrojecido y la muerte enseñoreándose de esa tierra, tal y como sucediera desde que el rey Kynaratholis vol­viera de sus conquistas para arrostrar la venganza de los dioses.

            Así que Kuranes buscó infructuosamente la maravillosa ciu­dad de Celephaïs y sus galeras que bogan hasta Seranman a tra­vés de los cielos, presenciando mientras tanto multitud de mara­villas y escapando en una ocasión por los pelos del sumo sacer­dote que no puede ser descrito, aquel que porta una máscara de seda amarilla sobre el rostro y mora solitario en un prehistórico monasterio de piedra en la fría meseta desértica de Leng. Según crecía su impaciencia durante los pocos acogedores intervalos de vigilia, comenzó a comprar drogas para prolongar sus periodos de sueño. El hachís resultó de gran ayuda, y una vez lo condujo hasta una parte del espacio donde no existen formas, pero donde gases resplandecientes estudian los secretos de la existen­cia. Y un gas violeta le dijo que esa parte del espacio se encon­traba más allá de lo que se conoce como infinito. El gas no había oído hablar anteriormente de planetas u organismos, pero identificó sin dificultad a Kuranes como alguien procedente de ese infinito donde existen materia, energía y gravitación. Kura­nes se sentía ahora sumamente ansioso de volver a esa Celephaïs salpicada de minaretes y aumentó sus dosis de drogas, pero finalmente se le acabó el dinero y ya no pudo comprar más. Entonces, un día de verano lo desahuciaron de su buhardilla y vagabundeó indefenso por las calles, pasando por un puente hasta un sitio donde las casas resultaban cada vez más míseras. Y entonces llegó la culminación, y se encontró con el cortejo de caballeros llegados de Celephaïs para llevarlo allí por siempre.

            Apuestos caballeros eran, a horcajadas sobre caballos ruanos y revestidos de brillantes armaduras y tabardos de curiosos bla­sones. Resultaban tan numerosos que Kuranes estuvo a punto de confundirlos con un ejército, pero su jefe le informó de que habían sido enviados en su honor, ya que era él quien había creado Ooth-Nargai en sus sueños, por lo que sería nombrado su dios supremo para siempre. Entonces brindó un caballo a Kuranes y lo emplazaron a la cabeza de la comitiva, y todos cabalgaron majestuosamente por las calles de Surrey camino de la región donde Kuranes y sus antepasados nacieran. Era algo muy extraño, ya que cada vez que pasaban por un pueblo a la luz del crepúsculo tan sólo veían las casas y pueblos que Chaucer y gen­tes aún anteriores podían haber contemplado, y a veces veían a caballeros en sus monturas, acompañados de pequeñas compañías de secuaces. Al caer la noche viajaron más ligeros, hasta que pronto parecieron volar de forma asombrosa por los aires. 

Con la débil alborada llegaron al pueblo que Kuranes viera vivo durante su infancia y que ahora estaba dormido o muerto en sus sueños. Ahora vivía, y los pueblerinos más madrugadores les hicieron reverencias mientras los jinetes cruzaban ruidosamente las calles y torcían por el callejón que iba a parar al abismo del sueño. Previamente, Kuranes había entrado en tal abismo sólo de noche, y se preguntaba por su aspecto durante el día; así que oteó ansioso mientras la columna se aproximaba al borde. Cuando galopaban por la pendiente hacia el precipicio, un fulgor dorado se alzó en alguna parte del oriente y cubrió todo el paisaje de resplandecientes ropajes. 

El abismo se mostraba ahora como un caos hirviente de esplendores rosados y cerúleos, y unas voces invisibles cantaban exultantes mientras el séquito de caballeros rebasaba el borde y flotaba graciosamente a través de las nubes resplandecientes y los fulgores plateados. Los jinetes flotaron sin fin, sus monturas hollando el éter como si galoparan sobre are­nas doradas, y luego los vapores luminosos se abrieron para des­velar una luz aún mayor, el brillo de la ciudad de Celephaïs y de la ribera de más allá, y el pico nevado que dominaba el mar, y las galeras alegremente pintadas que zarpan rumbo a las lejanas regiones donde se juntan el mar y el cielo.

            Y Kuranes reinó desde entonces en Ooth-Nargai y todas las regiones cercanas del sueño, y estableció alternativamente su corte entre Celephaïs y la Serannian, la ciudad de las nubes. Aún reina allí, y reinará feliz por siempre, aunque bajo los acantilados las mareas del canal agitaban burlonas el cuerpo de un vaga­bundo que pasara dando traspiés por el pueblo medio desierto al alba; jugueteaban burlonas y lo zaherían contra las piedras bajo Trevor Tower, cubierta de hiedra, donde un fabricante de cerveza particularmente paleto disfrutaba de una atmósfera comprada de extinta nobleza.