Al abordar las circunstancias que han
provocado mi reclusión en este asilo para enfermos mentales, soy consciente de
que mi actual situación provocará las lógicas reservas acerca de la
autenticidad de mi relato. Es una desgracia que el común de la humanidad sea
demasiado estrecha de miras para sopesar con calma e inteligencia ciertos
fenómenos aislados que subyacen más allá de su experiencia común, y que son
vistos y sentidos tan sólo por algunas personas psíquicamente sensibles. Los
hombres de más amplio intelecto saben que no existe una verdadera distinción
entre lo real y lo irreal; que todas las cosas aparecen tal como son tan sólo
en virtud de los frágiles sentidos físicos y mentales mediante los que las
percibimos; pero el prosaico materialismo de la mayoría tacha de locuras a los
destellos de clarividencia que traspasan el vulgar velo del empirismo
chabacano.
Mi
nombre es Jervas Dudley, y desde mi más tierna infancia he sido un soñador y un
visionario. Lo bastante adinerado como para no necesitar trabajar, y
temperamentalmente negado para los estudios formales y el trato social de mis
iguales, viví siempre en esferas alejadas del mundo real; pasando mi juventud y
adolescencia entre libros antiguos y poco conocidos, así como deambulando por
los campos y arboledas en la vecindad del hogar de mis antepasados. No creo que
lo leído en tales libros, o lo visto en esos campos y arboledas, fuera lo mismo
que otros chicos pudieran leer o ver allí; pero de tales cosas debo hablar
poco, ya que explayarme sobre ellas no haría sino confirmar esas infamias
despiadadas acerca de mi inteligencia que a veces oigo susurrar a los esquivos
enfermeros que me rodean. Será mejor para mí que me ciña a los sucesos sin
entrar a analizar las causas.
Ya
he dicho que vivía apartado del mundo real, aunque no que viviera solo. Eso no
es para seres humanos, ya que quien se aparta de la compañía de los vivos
inevitablemente frecuenta la compañía de cosas que no tienen, o al menos no
demasiada, vida. Cerca de mi casa existe una curiosa hondonada boscosa en cuyas
profundidades umbrías pasaba la mayor parte del tiempo; leyendo, pensando y
soñando. En sus musgosas laderas tuvieron lugar mis primeros pasos infantiles,
y en torno a sus robles grotescamente nudosos se entretejieron mis primeras
fantasías de adolescencia. Terminé por conocer bien a las dríadas tutelares de
tales árboles, y a menudo he atisbado sus salvajes danzas a los fieros rayos de
la luna menguante... pero no debo hablar ahora de eso. Debo ceñirme a la tumba
abandonada de los Hydes, una vieja y rancia familia cuyo último descendiente
directo había sido introducido en su negro seno décadas antes de mi nacimiento.
Esta
cripta de la que hablo es de viejo granito, carcomido y descolorido por brumas
y humedades de generaciones. Excavado en la ladera, tan sólo la entrada de la
estructura resulta visible. La puerta, un bloque pesado e imponente de piedra,
cuelga sobre oxidados goznes de hierro, y se encuentra entornada de forma
extraña y siniestra, mediante pesadas cadenas y candados, siguiendo una
rústica costumbre de hace medio siglo. La residencia del linaje cuyos vástagos
yacen aquí en urnas antiguamente coronaba la cuesta donde se halla la tumba,
pero hace mucho que se derrumbó víctima de las llamas provocadas por la desastrosa
caída de un rayo. Los mas viejos del lugar a veces hablan con voces apagadas e
inquietas acerca de la tormenta de medianoche que destruyó esa melancólica
mansión; mencionando lo que ellos llaman «cólera divina» en una forma tal que
en años posteriores aumentaría la siempre fuerte fascinación que sentía por ese
sepulcro devorado por las malezas. Tan sólo un hombre había perecido por el
fuego. Cuando el último de los Hydes fue sepultado en este lugar de sombras y
quietud, aquella triste urna de cenizas había llegado de una tierra distante,
ya que la familia se había marchado tras el incendio de la mansión. Ya no queda
nadie para depositar flores en el portal de granito, y pocos se aventuran entre
las deprimentes sombras que parecen demorarse en forma extraña alrededor de sus
piedras gastadas por el agua.
Nunca
olvidaré la tarde en que me encontré por primera vez con esa casa de muerte
casi oculta. Era mediado el verano, cuando la alquimia de la naturaleza
transmuta el paisaje silvestre en una vívida y casi homogénea masa de verdor;
cuando los sentidos se ven intoxicados por oleadas de húmedo verdor y el aroma
sutilmente indefinible de la tierra y la vegetación. En tales parajes la mente
pierde la perspectiva; tiempo y espacio se hacen vanos e irreales, y los
sucesos de un pasado perdido laten insistentemente sobre la conciencia
cautivada. Estuve vagabundeando todo el día a través de las místicas
arboledas; pensando
en cosas de las que no hace falta
hablar y conversando con seres que no debo mencionar. A la edad de diez años,
yo había visto y oído multitud de maravillas ocultas para el vulgo; y era
curiosamente viejo en ciertos aspectos. Cuando, tras abrirme paso entre dos
exuberantes zarzales, me topé bruscamente con la entrada de la cripta, yo no
sabía lo que había descubierto. Los oscuros bloques de granito, la puerta tan
curiosamente entreabierta, y los relieves funerarios sobre el arco, no
despertaron en mí asociaciones tristes o terribles. Sobre tumbas y sepulcros
ya era mucho lo que sabía e imaginaba, aunque por mi peculiar carácter me había
apartado de todo contacto con camposantos y cementerios! La extraña casa de
piedra en la ladera representaba para mí una fuente de interés y
especulaciones; y su interior frío y húmedo, dentro del que vanamente trataba
de ojear a través de la abertura tan incitantemente dispuesta, no tenía para mí
connotaciones de muerte o decadencia. Pero de ese instante de curiosidad nació
el loco e irracional deseo que me ha conducido a este infierno de reclusión.
Azuzado por una voz que debía proceder del espantoso corazón de la espesura,
resolví penetrar aquellas tinieblas que me reclamaban, a pesar de las cadenas
que impedían mi acceso. En la menguante luz del día, alternativamente sacudí
los herrumbrosos impedimentos, dispuesto a franquear la puerta de piedra, e
intenté escurrir mi magro cuerpo a través del espacio ya abierto; pero nada de
todo esto resultó. Tras la curiosidad del principio, ahora me encontraba
frenético; y cuando en el crepúsculo que avanzaba volví a casa, había jurado al
centenar de dioses del bosque que, a cualquier precio, algún día me abriría
paso hasta las oscuras y heladas profundidades que parecían reclamarme. El
médico de barba gris que acude cada día a mi cuarto dijo una vez a un visitante
que tal decisión representaba el comienzo de una penosa monomanía; pero
esperaré el juicio final de los lectores cuando éstos hayan sabido todo.
Consumí
los meses posteriores al descubrimiento en inútiles tentativas de forzar el
complejo candado de la cripta entreabierta, así como en discretas indagaciones
acerca de la naturaleza
e historia de esa estructura. Con el
oído tradicionalmente receptivo de los niños, aprendí mucho, aun cuando mi
habitual reserva me llevó a no comunicar a nadie ni esos datos ni la decisión
tomada. Quizás debiera mencionar que no me sorprendí ni me aterré al conocer la
naturaleza de la cripta. Mis originales ideas acerca de la vida y de la muerte
me habían llevado a asociar, de alguna vaga forma, la fría arcilla y el cuerpo
animado; y sentí que esa grande y siniestra familia de la mansión incendiada
estaba en algún modo presente en el pétreo recinto que yo trataba de explorar.
Las habladurías sobre ritos salvajes e idólatras orgías ocurridas antiguamente
en el viejo lugar despertaban en mí un nuevo y poderoso interés por la tumba,
ante cuyas puertas podía sentarme durante horas y más horas cada día. En
cierta ocasión lancé una vela por la rendija de la entrada; pero no pude ver
nada sino un tramo de húmedos peldaños que descendía. El olor del lugar me
repelía al tiempo que me fascinaba. Sentía haberlo aspirado ya antes, en
un-remoto pasado anterior a todo recuerdo; previo incluso a mi estancia en el
cuerpo que ahora habito.
El
año siguiente al descubrimiento de la tumba encontré una traducción carcomida
por los gusanos de las Vidas de Plutarco en el ático atestado de libros de mi
hogar. Leyendo la vida de Teseo, quedé sumamente impresionado por aquel pasaje
que habla sobre la gran roca bajo la que el héroe infantil habría de encontrar
las señales de su destino, tras hacerse lo suficientemente adulto como para
alzar su enorme peso. Esa leyenda consiguió aplacar mi acuciante impaciencia
por penetrar la cripta, ya que me hizo percibir que aún no había llegado el
tiempo. Más tarde, me dije, alcanzaría fuerza e ingenio bastantes como para
franquear con facilidad la puerta pesadamente encadenada; pero hasta ese
momento debía conformarme con lo que parecían los designios del Destino.
En
consecuencia, la atención dedicada al húmedo portal se tornó menos persistente,
y dediqué mucho de mi tiempo a otras meditaciones sobre asuntos igualmente
extraños. A veces me levantaba sigilosamente durante la noche, saliendo a
pasear por aquellos camposantos y cementerios de los que mis padres me habían
mantenido alejado. Qué hacía allí no sabría decir, ya que no estoy seguro de la
realidad de algunos hechos; pero sé que al día siguiente de alguno de tales
paseos solía asombrarme con la posesión de un conocimiento sobre temas casi
olvidados durante muchas generaciones. Fue durante una noche así que estremecí
a la comunidad con una extraña hipótesis acerca del enterramiento del rico y
famoso hacendado Brewster, una celebridad local sepultada en 1711 y cuya lápida
de pirraza, ostentando el grabado de una calavera y dos tibias cruzadas, iba
convirtiéndose lentamente en polvo. En un instante de infantil imaginación
juré no sólo que el enterrador, Goodman Simpson, había hurtado sus zapatos con
hebilla de plata, medias de seda y calzones de raso al muerto antes del
entierro; sino que el mismo hacendado, aún vivo, se había girado por dos veces
en su ataúd cubierto de tierra el día después de ser sepultado.
Pero
la idea de penetrar la tumba nunca abandonó mis pensamientos; viéndose de
hecho estimulada por el inesperado descubrimiento genealógico de que mis
propios antepasados maternos mantenían un ligero parentesco con la familia de
los Hydes, considerada extinta. El último de mi rama paterna, yo era asimismo
el último de ese linaje más viejo y misterioso. Comencé a considerar esa tumba
como mía, y a esperar con ansiedad el futuro, esperando el momento en que
pudiera traspasar la puerta de piedra y descender en la oscuridad aquellos
viscosos peldaños de piedra. Adquirí el hábito de escuchar con gran atención
junto al portal entornado, eligiendo para esa curiosa vigilia mis horas
preferidas, en la quietud de la medianoche. Al alcanzar la edad adulta, había
abierto un pequeño claro en la espesura, ante la fachada cubierta de moho de la
ladera, permitiendo a la vegetación adyacente circundar y cubrir aquel espacio,
a semejanza de un selvático enramado. Tal enramado era mi templo, la puerta
aherrojada del santuario, y aquí yacía tendido en el musgoso suelo, sumido en
extraños pensamientos y enroñando sueños extraños.
La
noche de la primera revelación hacía bochorno. Debí quedarme dormido a causa
del cansancio, ya que tuve la clara sensación de despertar al oír las voces.
Dudo de mencionar sus tonos y acentos; de su cualidad no quiero ni hablar; pero
puedo decir que había extraordinarias diferencias en su vocabulario,
pronunciación y en la construcción de frases. Cada matiz del dialecto de Nueva
Inglaterra, desde las groseras sílabas de los colonos puritanos a la retórica
precisa de cincuenta años atrás, parecían hallarse representadas en aquel
sombrío coloquio, aunque sólo más tarde caí en la cuenta. En ese instante, de
hecho, mi atención estaba distraída con otro fenómeno; un suceso tan fugaz que
no podría jurar que haya sucedido realmente. Apenas creí estar despierto,
cuando una luz se apagó apresuradamente dentro del hondo sepulcro. No creo
haber quedado pasmado o sumido en el pánico, aunque soy consciente de haber sufrido
un cambio grande y permanente durante esa noche. Al volver a casa me dirigí sin
vacilar a un podrido arcón del ático, en cuyo interior encontré la llave que
al día siguiente abriría fácilmente la barrera contra la que tanto tiempo había
luchado en vano.
Fue
al suave resplandor del final de la tarde cuando por vez primera accedí a la
cripta de la ladera abandonada. Un hechizo me envolvía, y mi corazón latía con
un alborozo que apenas puedo describir. Mientras cerraba a mis espaldas la
puerta y descendía los pringosos escalones a la luz de mi solitaria vela, creí
reconocer el camino y, aunque la vela chisporroteaba debido al sofocante
ambiente del lugar, me sentía singularmente a gusto con aquel aire viciado,
como de osario. Mirando alrededor, columbré multitud de losas de mármol sobre
las que reposaban ataúdes, o restos de ataúdes. Algunos estaban sellados e
intactos, pero otros casi se habían deshecho, dejando las manijas de plata y
placas caídas entre algunos curiosos montones de polvo blancuzco. En una de
las placas leí el nombre de sir Geoffrey Hyde, que había llegado de Sussex en
1640 y muerto aquí unos años después. En un llamativo nicho había un ataúd
bastante bien conservado y vacío que me hizo sonreír a la par que estremecer.
Un extraño impulso me llevó a encaramarme a la amplia losa, apagar la vela y
yacer dentro de la caja desocupada.
Con
la luz gris del alba salí dando tumbos de la cripta y aseguré la cadena de la
puerta a mi espalda. Ya no era un joven, aun cuando tan sólo veintiún inviernos
habían pasado por mi envoltura corporal. Los aldeanos más madrugadores que
alcanzaron a presenciar mi vuelta a casa me contemplaron atónitos, asombrados
de los signos de juerga tormentosa visibles en alguien cuya vida era tenida por
sobria y solitaria. No me mostré ante mis padres hasta después de un largo y
reparador sueño.
En
adelante frecuenté cada noche la tumba; viendo, escuchando y realizando actos
que jamás debo revelar. Mi forma de hablar, siempre susceptible de las
influencias más inmediatas, fue lo primero en sucumbir al cambio, y la súbita
aparición de arcaísmos en mi habla fue pronto advertida. Más tarde, mi conducta
se tiño de extraño valor y temeridad, hasta el punto de que inconscientemente
comencé a adoptar la actitud de un hombre de mundo, a pesar de mi reclusión de
por vida. Mi anteriormente silenciosa lengua se tornó voluble, con la gracia
fácil de un Chesterfield o el cinismo ateo de un Rochester. Mostraba una
curiosa erudición, completamente alejada de los saberes fantásticos y monacales
de los que me había empapado en mi juventud, y cubría las hojas de guarda de
mis libros con fáciles e improvisados epigramas que tenían influencias de Gay,
Prior y los más vivos de los burlones y poetas augustos. Una mañana, durante el
desayuno, me puse al borde del desastre al declamar con acentos netamente
ebrios una efusión de alegría bacanal del siglo dieciocho; un soplo de alegría
georgiana nunca consignada en libros, que rezaba más o menos así:
Acudid acá, mozos, con vuestras jarras de cerveza,
Y bebed por el presente antes de que se esfume;
Apilad en vuestro plato una montaña de carne,
Pues el comer y el beber nos brinda alivio:
Así que colmad vuestros vasos,
Ya que la vida pronto pasará;
¡Cuando estéis muertos no brindaréis a la salud
del rey o de vuestra
chica!
Anacreonte tenía la nariz roja, según cuentan:
¿Pero qué es una nariz colorada a cambio de estar alegre y
vivaz?
¡Dios me valga! Mejor rojo como estoy aquí,
que blanco como un lirio... ¡y muerto medio año!
Así que Betty, mi dama,
Ven y dame un beso;
¡En el infierno no hay hija de ventero que se te pueda
comparar!
El joven Harry se mantiene todo lo tieso que puede,
Pronto perderá la peluca y caerá bajo la mesa;
Pero colmad vuestras copas y hacerlas circular...
¡Mejor bajo la mesa que bajo tierra!
Así que reíd y gozad Bebed sin cesar:
¡Bajo seis pies de tierra no os será tan fácil el disfrutar!
¡El diablo me confunda! Apenas puedo andar,
¡Maldito sea s¡ puedo tenerme en pie o hablar!
Aquí, posadero, manda a Betty por una silla;
¡Me iré a casa en un rato, ya que mi mujer no está!
Así que echadme una mano;
No me tengo en pie,
¡Pero contento estoy mientras me mantenga sobre la tierra!
Por
esa época comencé a albergar mi actual miedo al fuego y las tormentas. Antes
indiferente a tales cosas, sentía ahora un inexplicable horror ante ellas; y
era capaz de recogerme al rincón más profundo de la casa cuando los cielos
amenazaban con aparato eléctrico. Uno de mis refugios favoritos durante el día
era el ruinoso sótano de la mansión quemada, y con la imaginación podría pintar
la estructura tal y como había sido antiguamente. En cierta ocasión asusté a un
aldeano conduciéndolo en secreto a un sombrío subsótano cuya existencia me
parecía conocer a pesar del hecho de que había permanecido desconocido y olvidado
durante muchas generaciones.
Al
final ocurrió lo que tanto había temido. Mis padres, alarmados por la
alteración de ademanes y apariencia de su único hijo, comenzaron a ejercer
sobre mis movimientos un discreto espionaje que amenazaba con conducirme al
desastre. No había comentado a nadie mis visitas a la tumba, habiendo guardado
mi secreto propósito con religioso celo desde la infancia; pero ahora me veía
obligado a guardar precauciones cuando deambulaba por los laberintos de la
hondonada boscosa, ya que debía despistar a un posible perseguidor. Guardaba
la llave de la cripta colgando de un cordel alrededor de mi cuello, cuya
existencia tan sólo era conocida por mí. Nunca saqué del sepulcro ninguna de
las cosas que encontré entre sus muros.
Una
mañana, mientras salía de la húmeda tumba y cerraba las cadenas del portal con
mano no demasiado firme, advertí en un matorral adyacente el rostro de un
observador. Sin duda, el fin estaba cerca; ya que mi enramado había sido descubierto
y el objeto de mis salidas nocturnas desvelado. El hombre no se me acercó, por
lo que me apresuré a volver a casa en un esfuerzo por espiar lo que pudiera
informar a mi preocupado padre. ¿Iban mis estancias más allá de la puerta
encadenada a ser reveladas al mundo? Imaginen mi regocijado asombro cuando
escuché al espía contar a mi padre con un precavido susurro que yo había
pasado la noche en el enramado exterior a la tumba; ¡con mis ojos somnolientos
clavados en la hendidura que entreabría la puerta aherrojada! ¿Mediante qué
milagro se había visto engañado el observador? Ahora estaba convencido de que
un agente sobrenatural me protegía. Envalentonado por tal circunstancia
celestial, volví a visitar abiertamente la cripta, seguro de que nadie podría
presenciar mi entrada. Durante una semana degusté al completo los placeres de
ese osario común que no debo describir, cuando aquello sucedió, y me
arrancaron de allí para traerme a este maldito lugar de pesar y monotonía.
No
debí salir esa noche, ya que el estigma del trueno acechaba en las nubes, y
una infernal fosforescencia brotaba del fétido pantano ubicado al fondo de la
hondonada. La llamada de los muertos, también, era distinta. En vez de la tumba
de la ladera, procedía del calcinado sótano en lo alto, cuyo demonio tutelar me
hacía señas con dedos invisibles. Cuando salí de una arboleda intermedia al
llano que hay ante las ruinas, contemplé a la brumosa luz lunar, algo que
siempre había esperado vagamente. La mansión, desaparecida un siglo antes,
alzaba una vez más sus majestuosas formas ante la mirada extasiada; cada ventana
resplandecía con el fulgor de multitud de velas. Por el largo sendero acudían
los carruajes de la aristocracia de Boston, al tiempo que una muchedumbre de
petimetres empolvados iba llegando a pie desde las mansiones vecinas. Con tal
gentío me mezclé, a sabiendas de que mi sitio estaba entre los anfitriones, no
entre los invitados. En el salón sonaba la música, risas, y el vino estaba en
cada mano. Reconocí algunas caras, aunque las hubiera distinguido mucho mejor
de haber estado secas, o consumidas por la muerte y la descomposición. Entre
una multitud salvaje y audaz yo era el más extravagante y disipado. Alegres
blasfemias brotaban a torrentes de mis labios, y mis bruscos chascarrillos no
respetaban la ley de Dios, el Hombre o la Naturaleza. Súbitamente, un retumbar
de trueno, haciéndose oír aún sobre el estrépito de aquella juerga tumultuosa,
rasgó el mismo tejado e impuso un soplo de miedo en aquella porcina compañía.
Rojas llamaradas y tremendas ráfagas de calor envolvieron la casa, y los
concelebrantes, aterrorizados por el descenso de una calamidad que parecía
trascender los designios de una naturaleza ciega, huyeron vociferando en la
noche. Tan sólo quedé yo, atado a mi asiento por un terror mortal jamás sentido
hasta entonces. Y en ese instante un segundo horror tomó posesión de mi alma.
Quemado vivo hasta ser reducido a cenizas, mi cuerpo disperso a los cuatro
vientos, ¡jamás podría yacer en la tumba
de los Hydes! ¿Acaso no tenía derecho a descansar durante el resto de la
eternidad entre los descendientes de sir Geoffrey Hyde? ¡Sí! ¡Reclamaría mi
herencia de muerte aun cuando mi espíritu hubiera de buscar durante eras otra
morada carnal que la situase en aquella losa vacía del nicho de la cripta. ¡Jervas Hyde nunca arrostraría el triste
destino de Palinuro!
Mientras
el espejismo de la casa ardiente se desvanecía, me encontré gritando y
debatiéndome como un loco entre los brazos de dos hombres, uno de los cuales era
el espía que me había seguido hasta la tumba. La lluvia caía a raudales, y
sobre el horizonte sur había fogonazos de los relámpagos que acababan de pasar
sobre nuestras cabezas. Mi padre, con el rostro surcado de pesar, no hacía
gesto mientras yo le pedía a voces que me dejara reposar en la tumba,
advirtiendo con frecuencia a mis captores que me trataran con toda la
delicadeza posible. Un círculo oscurecido en el suelo del arruinado sótano
indicaba un violento golpe de los cielos, y en esa parte un grupo de aldeanos
curiosos con linternas indagaban en una pequeña caja de antigua factura que la
caída del rayo había aflorado a la luz. Cesando en mis inútiles y ahora sin
objeto forcejeos, observé a los espectadores mientras examinaban el hallazgo, y
se me permitió participar de su descubrimiento. La caja, cuyos cerrojos habían
sido rotos por el golpe que la había desenterrado, contenía multitud de documentos
y objetos de valor; pero yo tan sólo tenía ojos para una cosa. Era la miniatura
en porcelana de un joven con una elegante peluca de rizos, ostentando las
iniciales «J. H.». El rostro era tal y como yo me veía, de suerte que bien
pudiera haber estado contemplándome en un espejo.
Al
día siguiente me trajeron a este cuarto con barrotes en la ventana, pero me he
mantenido al tanto de ciertas cosas merced a un sirviente no muy espabilado, y
ya de edad, por quien sentí gran cariño durante la infancia, y quién, al igual
que yo, ama los cementerios. Lo que me he atrevido a contar de mis experiencias
dentro de la cripta tan sólo me ha brindado sonrisas conmiserativas. Mi padre,
que me visita a menudo, dice que no he traspasado el portal encadenado, y jura
que el herrumbroso cerrojo, cuando él lo examinó, no daba muestras de haber
sido tocado en cincuenta años. Incluso afirma que todo el pueblo conocía mis
viajes a la tumba, y que con frecuencia me observaban durmiendo en el enramado
exterior a la espantosa fachada, los ojos entreabiertos y fijos en el resquicio
que conduce al interior. Contra tales afirmaciones carezco de pruebas, ya que
mi llave se perdió durante la lucha en esa noche de horror. Las extrañas cosas
del pasado que aprendí durante aquellos encuentros nocturnos con los muertos
son atribuidos al fruto de mi codicioso e incesante hojear de los viejos
volúmenes de la biblioteca familiar. De no haber sido por mi viejo criado
Hiram, a estas alturas yo mismo estaría bastante convencido de mi propia
locura.
Pero
Hiram, fiel hasta el final, ha tenido fe en mí y ha provocado lo que me lleva
a publicar al menos parte de esta historia. Hace una semana forzó el cerrojo
que aseguraba la puerta de la tumba perpetuamente entornada y descendió con una
linterna a las sombrías profundidades. En una losa, en el interior de un
nicho, descubrió un ataúd viejo, pero vacío, en cuya deslustrada placa reza
esta simple palabra: «Jervas.» En ese
ataúd y en esa cripta me ha prometido que seré sepultado.