Arthur Jermyn era hijo de Sir Alfred Jerrnyn y de una cantante de music-halI de origen desconocido. Cuando el marido y padrc abandonó a su familia, la madre llevó al niño a la Casa de los Jermyn, donde no quedaba nadie que se opusiera a su presencia. No carecía ella de idea sobre lo que debe ser la dignidad de un noble, y cuidó que su hijo recibiese la mejor educación que su limitada fortuna le podía proporcionar. Los recursos familiares eran ahora dolorosamente exiguos, y la Casa de !os Jermyn había caído en penosa ruina; pero el joven Arthur amaba el viejo edificio con todo lo que contenía. A diferencia de los Jermyn anteriores, era poeta y soñador.
Algunas de las familias de la vecindad que habían oído contar historias sobre
la invisible esposa portuguesa de sir Wade Jermyn afirmaban que estas
aficiones suyas revelaban su sangre latina; pero la mayoría de las personas se
burlaban de su sensibilidad ante la belleza, atribuyéndola a su madre cantante,
a la que no habían aceptado socialmente. La delicadeza poética de Arthur
Jermyn era mucho más notable si se tenía en cuenta su tosco aspecto personal. La mayoría de los Jermyn había tenido
una pinta sutilmente extraña y repelente; pero el caso de Arthur era
asombroso. Es difícil decir con precisión a qué se parecía; no obstante, su
expresión, su ángulo facial, y la longitud de sus brazos producían una viva
repugnancia en quienes le veían por primera vez.
La inteligencia y
el carácter de Arthur Jermyn, sin embargo, compensaban su aspecto. Culto, y
dotado de talento, alcanzó los más altos honores en Oxford y parecía destinado
a restituir la fama de intelectual a
la familia. Aunque de temperamento más poético que científico, proyectaba
continuar la obra de sus antepasados en arqueología y etnología africanas,
utilizando la prodigiosa aunque extraña colección de sir Wade. Llevado de su
mentalidad imaginativa, pensaba a menudo en la civilización prehistórica en la
que el explorador loco había creído absolutamente, y tejía relato tras relato
en torno a la silenciosa ciudad de la selva mencionada en las últimas y más extravagantes
anotaciones. Pues las brumosas paIabra sobre una atroz y desconocida raza de
híbridos de la selva le producían un extraño sentimiento, mezcla de terror y
atracción, al especular sobre el posible fundamento de semejante fantasía, y
tratar de extraer alguna luz de los Jatos recogidos por su bisabuelo y Samuel
Seaton entre los onga.
Fn 1911, después de la muerte de su
madre, sir Arthur Jermyn decidió proseguir sus investigaciones hasta el final.
Vendió parte de sus propiedades a fin de obtener el dinero necesario, preparó
una expedición y zarpó con destino al Congo. Contrató a un grupo de guías con
ayuda de las autoridades belgas, y pasó un año en las regiones de Onga y
Kaliri, donde descubrió muchos más datos de lo que él se esperaba. Entre los
kaliri había un anciano jefe llamado Mwanu que poseía no solo una gran memoria,
sino un grado de inteligencia excepcional, y un gran interés por las
tradiciones antiguas. Este anciano confirmó la historia que Jermyn había oído,
añadiendo su propio relato sobre la ciudad de piedra y los monos blancos, tal
como él la había oído contar.
Según Mwanu, la
ciudad gris y las criaturas híbridas habían desaparecido, aniquiladas por los
belicosos n’bangus, hacía muchos años. Esta tribu, después de destruir la mayor
parte de los edificios y matar a todos los seres vivientes, se habían llevado a
la diosa disecada que había sido el objeto de la incursión: la diosa-mono
blanca a la que adoraban los extraños seres, y cuyo cuerpo atribuían las
tradiciones del Congo a la que había reinado como princesa entre ellos. Mwanu
no tenía idea del aspecto que debieron de tener aquellas criaturas blancas y
simiescas; pero estaba Convencido de que eran ellas quienes habían construido
la ciudad en ruinas. Jermyn no pudo formarse una opinión clara; sin embargo, después
de numerosas preguntas, consiguió una pintoresca leyenda sobre la diosa
disecada.
La princesa-mono, se decía, se convirtió
en esposa de un gran dios blanco llegado de Occidente. Durante mucho tiempo,
reinaron juntos en la ciudad; pero al nacerles un hijo, se marcharon de la
región. Más tarde, el dios y la princesa habían regresado; y a la muerte de
ella, su divino esposo había ordenado momificar su cuerpo, entronizándolo en
una inmensa construcción de piedra, donde fue adorado. Luego volvió a marcharse
solo. La leyenda presentaba aquí tres variantes. Según una de ellas, no ocurrió
nada más, salvo que la diosa disecada se convirtió en símbolo de supremacía
para la tribu que la poseyera. Este era el motivo por el que los n’bangus se
habían apoderado de ella. Una segunda versión aludía al regreso del dios, y su
muerte a los pies de la entronizada esposa. En cuanto a la tercera, hablaba
del retorno del hijo, ya hombre —o mono, o dios, según el caso—, aunque
ignorante de su identidad. Sin duda los imaginativos negros habían sacado el
máximo partido de lo que subyacía debajo de tan extravagante leyenda, fuera lo
que fuese.
Arthur Jermyn no dudó ya de la existencia de la ciudad que el viejo Sir Wade había descrito; y no se extrañó cuando, a principios de 1912, dio con lo que quedaba de ella. Comprobó que se habían exagerado sus dimensiones, pero las piedras esparcidas probaban que no se trataba de un simple poblado negro. Por desgracia, no consiguió encontrar representaciones escultóricas, y lo exiguo de la expedición impidió emprender el trabajo de despejar el único pasadizo visible que parecía conducir a cierto sistema de criptas que sir Wade mencionaba. Preguntó a todos los jefes nativos de la región acerca de los monos blancos y la diosa momificada, pero ffie un europeo quien pudo arnpliarle los datos que le había proporcionado el viejo Mwanu.
Un agente belga de una factoría del Congo, M. Verhaeren, creía que podía no sólo localizar, sino conseguir también a la diosa momificada, de la que había oído hablar vagamente, dado que los en otro tiempo poderosos n’bangus eran ahora sumisos siervos del gobierno del rey Alberto, y sin mucho esfuerzo podría convencerles para que se desprendiesen de la horrenda deidad de la que se habían apoderado. Así que, cuando Jermyn zarpó para Inglaterra, lo hizo con la gozosa esperanza de que, en espacio de unos meses, podría recibir la inestimable reliquia etnológica que confirmaría la más extravagante de las historias de su antecesor, que era la más disparatada de cuantas él había oído. Pero quizá los campesinos que vivían en la vecindad de !a Casa de los Jermyn habían oído historias más extravagantes aún a sir Wade, alrededor de las mesas del Knight’s Head.
Arthur Jermyn aguardé pacientemente la esperada caja de M. Verhaeren, estudiando entretanto con creciente interés los manuscritos dejados por su loco antepasado. Empezaba a sentirse cada vez más identificado con sir Wade, y buscaba vestigios de su vida personal en Inglaterra, así como de sus hazañas africanas. Los relatos orales sobre la misteriosa y recluida esposa eran numerosos, pero no quedaba ninguna prueba tangible de su estancia en la Mansión Jcrmyn. Jermyn se preguntaba qué circunstancias pudieron propiciar o permitir semejante desaparición, y supuso que la principal debió de ser la enajenación mental del marido.
Recordaba que
se decía que la madre de su tatarabuelo fue hija de un comerciante portugués
establecido en Africa. Indudablemente, el sentido práctico heredado de su
padre, y su conocimiento superficial del Continente Negro, le habían movido a
burlarse de las historias que contaba sir Wade sobre el interior; y eso era
algo que un hombre como él no debió de olvidar. Ella había muerto en Africa,
adonde sin duda su marido la llevó a la fuerza, decidido a probar lo que decía.
Pero cada vez que Jermyn se sumía en estas reflexiones, no podía por menos de
sonreír ante su futilidad, siglo y medio después de la muerte de sus extraños
antecesores.
En junio de 1913 le llegó una carta de M. Verhaerer en la que le notificaba que había encontrado la diosa disecada. Se trataba, ecía el belga, de un objeto dc lo más extraordinario; un objeto imposible de clasificar para un profano. Sólo un científico podía determinar si se trataba de un simio o de un ser humano; y aun as¡, su clasificación sería muy difícil dado su estado de deterioro. El tiempo y el clima del Congo no son favorables para las momias; especialmente cuando consisten en preparaciones de aficionados, como parecía ocurrir en este caso. Alrededor del cuello de la criatura se había encontrado una cadena de oro que sostenía un relicario vacío con adornos nobiliarios; sin duda, recuerdo de algún infortunado viajero, a quien debieron de arrebatárselo los n’bangus para colgárselo a la diosa en el cuello, a modo de talismán.
Comentando las facciones de la diosa, M. Verhaeren hacía una fantástica comparación; o más bien aludía con humor a lo mucho que iba a sorprenderle a su corresponsal; pero estaba demasiado interesado científicamente para extenderse en trivialidades. La diosa momificada, anunciaba, llegaría debidamente embalada, un mes después de la carta.
El envío fue recibido en Casa de los Jermyn la tarde deI 3 de agosto de 1913, siendo trasladado inmediatamente a la gran sala que alojaba la colección de ejemplares africanos, tal como fueran ordenados por sir Robert y sir Arthur. Lo que sucedió a continuación puede deducirse de lo que contaron los criados, y de los objetos y documentos examinados después. De las diversas versiones, la del mayordomo de la familia, el anciano Soames, es la más amplia y coherente.
Según este fiel servidor, sir Arthur ordenó que se retirase todo el mundo de la habitación, antes de abrir la caja; aunque el inmediato ruido del martillo y el escoplo indicó que no había decidido aplazar la tarea. Durante un rato no se escuchó nada más; Soames no podía precisar cuánto tiempo; pero menos de un cuarto de hora después, desde luego, oyó un horrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente a Jcrmyn. Acto seguido, salió Jermyn de la estancia y echó a correr como un loco en dirección a la entrada, como perseguido por algún espantoso enemigo. La expresión de su rostro —un rostro bastante horrible ya de por sí— era indescriptible. Al llegar a la puerta, pareció ocurrírsele una idea; dio media vuelta, echó a correr y desapareció finalmente por la escalera del sótano. Los criados se quedaron en lo alto mirando estupefactos; pero el señor no regreso. Les llegó, eso sí, un olor a petróleo. Ya de noche oyeron el ruido de la puerta que comunicaba el sótano con el patio; y e! mozo de cuadra vio salir furtivamente a Arthur Jermyn, todo reluciente de petróleo, y desaparecer hacia el negro páramo que rodeaba la casa. Luego, en una exaltación de supremo horror, presenciaron todos el final. Surgió una chispa en el páramo, se elevó una llama, y una columna de fuego humano alcanzó los cielos. La estirpe de los Jermyn había dejado de existir.
La razón por la que no se recogieron los restos carbonizados de Arthur Jermyn para enterrarlos está en lo que encontraron después; sobre todo, en el objeto de la caja. La diosa disecada Constituía una visión nauseabunda, arrugada y consumida; pero era claramente un mono blanco momificado, de especie desconocida, menos peludo que ninguna de las variedades registradas e infinitamente más próximo al ser humano... asombrosamente próximo. Su descripción detallada resultaría sumamente desagradable; pero hay dos detalles que merecen mencionarse, ya que encajan espantosamente con ciertas notas de Sir Wade Jermyn sobre las expediciones africanas, y con 1as leyendas congoleñas sobre el dios blanco y la princesa-mono.
Los dos detalles en cuestión son estos: las armas nobiliarias
del relicario de oro que dicha criatura llevaba en el cuello eran las de los
Jermyn, y la jocosa alusión de M. Verhaeren a cierto parecido que le recordaba
el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso e intenso horror,
nada menos que al del sensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Sir Wade Jermyn y de su desconocida esposa.
Los miembros del Real Institutode Antropología quemaron aquel ser, arrojaron el relicario a un pozo, y
algunos de eIIos niegan que Arthur Jermyn haya existido jamás.