Me pides que explique por qué siento miedo de la corriente de aire frío; por qué tiemblo más que otros cuando entro en un cuarto frío, y parezco asqueado y repelido cuando el escalofrío del atardecer avanza a través de un suave día otoñal. Están aquellos que dicen que reacciono al frío como otros lo hacen al mal olor, y soy el último en negar esta impresión. Lo que haré está relacionado con el más horrible hecho con que nunca me encontré, y dejo a tu juicio si ésta es o no una explicación congruente de mi peculiaridad.
Es un error imaginar
que ese horror está inseparablemente asociado a la oscuridad, el silencio, y la
soledad. Me encontré en el resplandor de media tarde, en el estrépito de la
metrópolis, y en medio de un destartalado y vulgar albergue con una patrona
prosaica y dos hombres fornidos a mi lado. En la primavera de 1923 había
adquirido un almacén de trabajo lúgubre e desaprovechado en la ciudad de Nueva
York; y siendo incapaz de pagar un alquiler nada considerable, comencé a
caminar a la deriva desde una pensión barata a otra en busca de una habitación
que me permitiera combinar las cualidades de una higiene decente, mobiliario
tolerable, y un muy razonable precio. Pronto entendí que sólo tenía una elección
entre varias, pero después de un tiempo encontré una casa en la Calle
Decimocuarta Oeste que me asqueaba mucho menos que las demás que había probado.
El sitio era una
histórica mansión de piedra arenisca, aparentemente fechada a finales de los
cuarenta, y acondicionada con carpintería y mármol que manchaba y mancillaba el
esplendor descendiendo de altos niveles de opulento buen gusto. En las
habitaciones, grandes y altas, y decoradas con un papel imposible y
ridículamente adornadas con cornisas de escayola, se consumía un deprimente
moho y un asomo de oscuro arte culinario; pero los suelos estaban limpios, la
lencería tolerablemente bien, y el agua caliente no demasiado frecuentemente
fría o desconectada, así que llegué a considerarlo, al menos, un sitio soportable
para hibernar hasta que uno pudiera realmente vivir de nuevo. La casera, una
desaliñada, casi barbuda mujer española llamada Herrero, no me molestaba con
chismes o con críticas de la última lámpara eléctrica achicharrada en mi
habitación del tercer piso frente al vestíbulo; y mis compañeros inquilinos
eran tan silenciosos y poco comunicativos como uno pudiera desear, siendo
mayoritariamente hispanos de grado tosco y crudo. Solamente el estrépito de los
coches en la calle de debajo resultaban una seria molestia.
Llevaba allí cerca de
tres semanas cuando ocurrió el primer incidente extraño. Un anochecer, sobre
las ocho, oí una salpicadura sobre el suelo y me alertó de que había estado
sintiendo el olor acre del amoniaco durante algún tiempo. Mirando alrededor, vi
que el techo estaba húmedo y goteante; aparentemente la mojadura procedía de
una esquina sobre el lado de la calle. Ansioso por detener el asunto en su
origen, corrí al sótano a decírselo a la casera; y me aseguró que el problema
sería rápidamente solucionado.
El
Doctor Muñoz, lloriqueó mientras se
apresuraba escaleras arriba delante de mí,
tiene arriba sus productos químicos.
Está demasiado enfermo para medicarse -
cada vez está más enfermo - pero no quiere ayuda de nadie. Es muy extraña su
enfermedad - todo el día toma baños apestosos, y no puede reanimarse o entrar
en calor. Se hace sus propias faenas - su pequeña habitación está llena de
botellas y máquinas, y no ejerce como médico. Pero una vez fue bueno - mi padre
en Barcelona oyó hablar de él - y tan sólo le curó el brazo al fontanero que se
hizo daño hace poco. Nunca sale, solamente al tejado, y mi hijo Esteban le trae
comida y ropa limpia, y medicinas y productos químicos. ¡Dios mío, el amoniaco
que usa para mantenerse frío!
La Sra. Herrero
desapareció escaleras arriba hacia el cuarto piso, y volví a mi habitación. El
amoniaco cesó de gotear, y mientras limpiaba lo que se había manchado y abría
la ventana para airear, oí los pesados pasos de la casera sobre mí. Nunca había
oído al Dr. Muñoz, excepto por ciertos sonidos como de un mecanismo a gasolina;
puesto que sus pasos eran silenciosos y suaves. Me pregunté por un momento cuál
podría ser la extraña aflicción de este hombre, y si su obstinado rechazo a una
ayuda externa no era el resultado de una excentricidad más bien infundada. Hay,
reflexioné trivialmente, un infinito patetismo en la situación de una persona
eminente venida a menos en este mundo.
Nunca hubiera
conocido al Dr. Muñoz de no haber sido por el infarto que súbitamente me dio
una mañana que estaba sentado en mi habitación escribiendo. Lo médicos me
habían avisado del peligro de esos ataques, y sabía que no había tiempo que
perder; así, recordando que la casera me había dicho sobre la ayuda del
operario lesionado, me arrastré escaleras arriba y llamé débilmente a la puerta
encima de la mía. Mi golpe fue contestado en un inglés correcto por una voz
inquisitiva a cierta distancia, preguntando mi nombre y profesión; y cuando
dichas cosas fueron contestadas, vino y abrió la puerta contigua a la que yo
había llamado.
Una ráfaga de aire
frío me saludó; y sin embargo el día era uno de los más calurosos del presente
Junio, temblé mientras atravesaba el umbral entrando en un gran aposento el
cual me sorprendió por la decoración de buen gusto en este nido de mugre y de
aspecto raído. Un sofá cama ahora cumpliendo su función diurna de sofá, y los
muebles de caoba, fastuosas colgaduras, antiguos cuadros, y librerías repletas
revelaban el estudio de un gentilhombre más que un dormitorio de pensión. Ahora
vi que el vestíbulo de la habitación sobre la mía - la "pequeña
habitación" de botellas y máquinas que la Sra. Herrero había mencionado -
era simplemente el laboratorio del doctor; y de esta manera, su dormitorio
permanecía en la espaciosa habitación contigua, cuya cómoda alcoba y gran baño
adyacente le permitían camuflar el tocador y los evidentemente útiles aparatos.
El Dr. Muñoz, sin duda alguna, era un hombre de edad, cultura y distinción.
La figura frente a mí
era pequeña pero exquisitamente proporcionada, y vestía un atavío formal de
corte y hechura perfecto. Una cara larga avezada, aunque sin expresión altiva,
estaba adornada por una pequeña barba gris, y unos anticuados espejuelos
protegían su ojos oscuros y penetrantes, una nariz aquilina que daba un toque
árabe a una fisonomía por otra parte Celta. Un abundante y bien cortado
cabello, que anunciaba puntuales visitas al peluquero, estaba airosamente
dividido encima de la alta frente; y el retrato completo denotaba un golpe de
inteligencia y linaje y crianza superior.
A pesar de todo, tan
pronto como vi al Dr. Muñoz en esa ráfaga de aire frío, sentí una repugnancia
que no se podía justificar con su aspecto. Únicamente su pálido semblante y
frialdad de trato podían haber ofrecido una base física para este sentimiento,
incluso estas cosas habrían sido excusables considerando la conocida invalidez
del hombre. Podría, también, haber sido el frío singular que me alienaba; de
tal modo el frío era anormal en un día tan caluroso, y lo anormal siempre
despierta la aversión, desconfianza y miedo.
Pero la repugnancia
pronto se convirtió en admiración, a causa de la insólita habilidad del médico
que de inmediato se manifestó, a pesar del frío y el estado tembloroso de sus
manos pálidas. Entendió claramente mis necesidades de una mirada, y las atendió
con destreza magistral; al mismo tiempo que me reconfortaba con una voz de fina
modulación, si bien curiosamente cavernosa y hueca que era el más amargo
enemigo del alma, y había hundido su fortuna y perdido todos sus amigos en una
vida consagrada a extravagantes experimentos para su desconcierto y
extirpación. Algo de fanático benevolente parecía residir en él, y divagaba
apenas mientras sondeaba mi pecho y mezclaba un trago de drogas adecuadas que
traía del pequeño laboratorio. Evidentemente me encontraba en compañía de un
hombre de buena cuna, una novedad excepcional en este ambiente sórdido, y se
animaba en un inusual discurso como si recuerdos de días mejores surgieran de
él.
Su voz, siendo
extraña, era, al menos, apaciguadora; y no podía entender como respiraba a
través de las enrolladas frases locuaces. Buscaba distraer mis pensamientos de
mi ataque hablando de sus teorías y experimentos; y recuerdo su consuelo
cuidadoso sobre mi corazón débil insistiendo en que la voluntad y la sabiduría
hacen fuerte a un órgano para vivir, podía a través de una mejora científica de
esas cualidades, una clase de brío nervioso a pesar de los daños más graves,
defectos, incluso la falta de energía en órganos específicos. Podía algún día,
dijo medio en broma, enseñarme a vivir - o al menos a poseer algún tipo de
existencia consciente - ¡sin tener corazón en absoluto!. Por su parte, estaba
afligido con unas enfermedades complicadas que requerían una muy acertada
conducta que incluía un frío constante. Cualquier subida de la temperatura
señalada podría, si se prolongaba, afectarle fatalmente; y la frialdad de su
habitación - alrededor de 55 ó 56 grados Fahrenheit - era mantenida por un
sistema de absorción de amoníaco frío, y el motor de gasolina de esa bomba, que
yo había oído a menudo en mi habitación.
Aliviado de mi ataque
en un tiempo asombrosamente corto, abandoné el frío lugar como discípulo y
devoto del superdotado recluso. Después de eso le pagaba con frecuentes
visitas; escuchando mientras me contaba investigaciones secretas y los más o
menos terribles resultados, y temblaba un poco cuando examinaba los singulares
y curiosamente antiguos volúmenes de sus estantes. Finalmente fui, puedo
añadir, curado del todo de mi afección por sus hábiles servicios. Parecía no
desdeñar los conjuros de los medievalistas, dado que creía que esas fórmulas
enigmáticas contenían raros estímulos psicológicos que, concebiblemente, podían
tener efectos sobre la esencia de un sistema nervioso del cuál partían los
pulsos orgánicos. Había conocido por su influencia al anciano Dr. Torres de
Valencia, quién había compartido sus primeros experimentos y le había orientado
a través de las grandes afecciones de dieciocho años atrás, de dónde procedían
sus desarreglos presentes. No hacía mucho el venerable practicante había
salvado a su colega de sucumbir al hosco enemigo contra el que había luchado.
Quizás la tensión había sido demasiado grande; el Dr. Muñoz lo hacía susurrando
claro, aunque no con detalle - que los métodos de curación habían sido de lo
más extraordinarios, aunque envolvía escenas y procesos no bienvenidos por los
galenos ancianos y conservadores.
Según pasaban las
semanas, observé con pena que mi nuevo amigo iba, lenta pero inequívocamente,
perdiendo el control, como la Sra. Herrero había insinuado. El aspecto lívido
de su semblante era intenso, su voz a menudo era hueca y poco clara, su
movimiento muscular tenía menos coordinación, y su mente y determinación menos
elástica y ambiciosa. A pesar de este triste cambio no parecía ignorante, y
poco a poco su expresión y conversación emplearon una ironía atroz que me
restituyó algo de la sutil repulsión que originalmente había sentido.
Desarrolló extraños
caprichos, adquiriendo una afición por las especias exóticas y el incienso
Egipcio hasta que su habitación olía como la cámara de un faraón sepultado en
el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo incrementó su demanda de aire frío, y
con mi ayuda amplió la conducción de amoníaco de su habitación y modificó la
bomba y la alimentación de su máquina refrigerante hasta poder mantener la
temperatura por debajo de 34 ó 40 grados, y finalmente incluso en 28 grados; el
baño y el laboratorio, por supuesto, eran los menos fríos, a fin de que el agua
no se congelase, y ese proceso químico no lo podría impedir. El vecino de al
lado se quejaba del aire gélido de la puerta contigua, así que le ayudé a
acondicionar unas pesadas cortinas para obviar el problema. Una especie de
creciente temor, de forma estrafalaria y mórbida, parecía poseerle. Hablaba
incesantemente de la muerte, pero reía huecamente cuando cosas tales como
entierro o funeral eran sugeridas gentilmente.
Con todo, llegaba a
ser un compañero desconcertante e incluso atroz; a pesar de eso, en mi
agradecimiento por su curación no podía abandonarle a los extraños que le
rodeaban, y me aseguraba de quitar el polvo a su habitación y atender sus
necesidades diarias, embutido en un abrigo amplio que me compré especialmente
para tal fin. Asimismo hice muchas de sus compras, y me quedé boquiabierto de
confusión ante algunos de los productos químicos que pidió de farmacéuticos y
casas suministradoras de laboratorios.
Una creciente e
inexplicable atmósfera de pánico parecía elevarse alrededor de su apartamento.
La casa entera, como había dicho, tenía un olor rancio; pero el aroma en su
habitación era peor - a pesar de las especias y el incienso, y los acres
productos químicos de los baños, ahora incesantes, que él insistía en tomar sin
ayuda. Percibí que debía estar relacionado con su dolencia, y me estremecía
cuando reflexioné sobre que dolencia podía ser. La Sra. Herrero se apartaba
cuando se encontraba con él, y me lo dejaba sin reservas a mí; incluso no
autorizaba a su hijo Esteban a continuar haciendo los recados para él. Cuándo
sugería otros médicos, el paciente se encolerizaba de tal manera que parecía no
atreverse a alcanzar. Evidentemente temía los efectos físicos de una emoción
violenta, aún cuando su determinación y fuerza motriz aumentaban más que
decrecía, y rehusaba ser confinado en su cama. La dejadez de los primeros días
de su enfermedad dio paso a un brioso retorno a su objetivo, así que parecía
arrojar un reto al demonio de la muerte como si le agarrase un antiguo enemigo.
El hábito del almuerzo, curiosamente siempre de etiqueta, lo abandonó
virtualmente; y sólo un poder mental parecía preservarlo de un derrumbamiento
total.
Adquirió el hábito de
escribir largos documentos de determinada naturaleza, los cuáles sellaba y
rellenaba cuidadosamente con requerimientos que, después de su muerte,
transmitió a ciertas personas que nombró - en su mayor parte de las Indias
Orientales, incluyendo a un celebrado médico francés que en estos momentos
supongo muerto, y sobre el cuál se había murmurado las cosas más inconcebibles.
Por casualidad, quemé todos esos escritos sin entregar y cerrados. Su aspecto y
voz llegaron a ser absolutamente aterradores, y su presencia apenas soportable.
Un día de septiembre con un solo vistazo, indujo un ataque epiléptico a un
hombre que había venido a reparar su lámpara eléctrica del escritorio; un
ataque para el cuál recetó eficazmente mientras se mantenía oculto a la vista.
Ese hombre, por extraño que parezca, había pasado por los horrores de la Gran
Guerra sin haber sufrido ningún temor.
Después, a mediados
de octubre, el horror de los horrores llegó con pasmosa brusquedad. Una noche
sobre las once la bomba de la máquina refrigeradora se rompió, de esta forma
durante tres horas fue imposible la aplicación refrigerante de amoníaco. El Dr.
Muñoz me avisó aporreando el suelo, y trabajé desesperadamente para reparar el
daño mientras mi patrón maldecía en tono inánime, rechinando cavernosamente más
allá de cualquier descripción. Mis esfuerzos aficionados, no obstante,
confirmaron el daño; y cuando hube traído un mecánico de un garaje nocturno
cercano, nos enteramos de que nada se podría hacer hasta la mañana siguiente,
cuando se obtuviese un nuevo pistón. El moribundo ermitaño estaba furioso y
alarmado, hinchado hasta proporciones grotescas, parecía que se iba a hacer
pedazos lo que quedaba de su endeble constitución, y de vez en cuando un
espasmo le causaba chasquidos de las manos a los ojos y corría al baño. Buscaba
a tientas el camino con la cara vendada ajustadamente, y nunca vi sus ojos de
nuevo.
La frialdad del
aposento era ahora sensiblemente menor, y sobre las 5 de la mañana el doctor se
retiró al baño, ordenándome mantenerle surtido de todo el hielo que pudiese
obtener de las tiendas nocturnas y cafeterías. Cuando volvía de mis viajes, a
veces desalentadores, y situaba mi botín ante la puerta cerrada del baño,
dentro podía oír un chapoteo inquieto, y una espesa voz croaba la orden de
"¡Más, más!". Lentamente rompió un caluroso día, y las tiendas
abrieron una a una. Pedí a Esteban que me ayudase a traer el hielo mientras yo
conseguía el pistón de la bomba, o conseguía el pistón mientras yo continuaba
con el hielo; pero aleccionado por su madre, se negó totalmente.
Finalmente, contraté
a un desaseado vagabundo que encontré en la esquina de la Octava Avenida para
cuidar al enfermo abasteciéndolo de hielo de una pequeña tienda donde le
presenté, y me empleé diligentemente en la tarea de encontrar un pistón de
bomba y contratar a un operario competente para instalarlo. La tarea parecía
interminable, y me enfurecía tanto o más violentamente que el ermitaño cuando
vi pasar las horas en un suspiro, dando vueltas a vanas llamadas telefónicas, y
en búsquedas frenéticas de sitio en sitio, aquí y allá en metro y en coche.
Sobre el mediodía encontré una casa de suministros adecuada en el centro, y a
la 1:30, aproximadamente, llegué a mi albergue con la parafernalia necesaria y
dos mecánicos robustos e inteligentes. Había hecho todo lo que había podido, y
esperaba llegar a tiempo.
Un terror negro, sin
embargo, me había precedido. La casa estaba en una agitación completa, y por
encima de una cháchara de voces aterrorizadas oí a un hombre rezar en tono
intenso. Había algo diabólico en el aire, y los inquilinos juraban sobre las
cuentas de sus rosarios como percibieron el olor de debajo de la puerta cerrada
del doctor. El vago que había contratado, parece, había escapado chillando y
enloquecido no mucho después de su segunda entrega de hielo; quizás como
resultado de una excesiva curiosidad. No podía, naturalmente, haber cerrado la
puerta tras de sí; a pesar de eso, ahora estaba cerrada, probablemente desde
dentro. No había ruido dentro a excepción de algún tipo de innombrable, lento y
abundante goteo.
En pocas palabras me
asesoré con la Sra. Herrero y el trabajador a pesar de que un temor corroía mi
alma, aconsejé romper la puerta; pero la casera encontró una forma de dar la
vuelta a la llave desde fuera con algún trozo de alambre. Previamente habíamos
abierto las puertas de todas las habitaciones de ese pasillo, y abrimos todas
las ventanas al máximo. Ahora, con las narices protegidas por pañuelos,
invadimos temerosamente la odiada habitación del sur que resplandecía con el
caluroso sol de primera hora de la tarde.
Una especie de
oscuro, rastro baboso se dirigía desde la abierta puerta del baño a la puerta
del pasillo, y de allí al escritorio, donde se había acumulado un terrorífico
charquito. Algo había garabateado allí a lápiz con mano terrible y cegata,
sobre un trozo de papel embadurnado como si fuera con garras que hubieran
trazado las últimas palabras apresuradas. Luego el rastro se dirigía al sofá y
desaparecía.
Lo que estaba, o
había estado, sobre el sofá era algo que no me atrevo decir. Pero lo que
temblorosamente me desconcertó estaba sobre el papel pegajoso y manchado antes
de sacar una cerilla y reducirlo a cenizas; lo que me produjo tanto terror, a
mí, a la patrona y a los dos mecánicos que huyeron frenéticamente de ese lugar
infernal a la comisaría de policía más cercana. Las palabras nauseabundas parecían
casi increíbles en ese soleado día, con el traqueteo de coches y camiones
ascendiendo clamorosamente por la abarrotada Calle Decimocuarta, no obstante
confieso que en ese momento las creía. Tanto las creo que, honestamente, ahora
no lo sé. Hay cosas acerca de las cuáles es mejor no especular, y todo lo que
puedo decir es que odio el olor del amoníaco, y que aumenta mi desfallecimiento
frente a una extraordinaria corriente de aire frío.
El final, decía el
repugnante garabato, ya está aquí. No hay más hielo - el hombre echó un vistazo
y salió corriendo. Más calor cada minuto, y los tejidos no pueden durar.
Imagino que sabes - lo que dije sobre la voluntad y los nervios y lo de
conservar el cuerpo después de que los órganos dejasen de funcionar. Era una
buena teoría, pero no podría mantenerla indefinidamente. Había un deterioro
gradual que no había previsto. El Dr. Torres lo sabía, pero la conmoción lo
mató. No pudo soportar lo que tenía que hacer - tenía que meterme en un lugar
extraño y oscuro, cuando prestase atención a mi carta y consiguió mantenerme
vivo. Pero los órganos no volvieron a funcionar de nuevo. Tenía que haberse
hecho a mi manera - conservación - pues como se puede ver, fallecí hace
dieciocho años.