Capitulo Anterior: La Realidad
Hace un siglo o
más, en algún lugar de la Sierra…
El frio era atroz
y por azar de la naturaleza o capricho de la providencia por primera vez en la
historia estaba nevando en la Clementina, era una nieve blanca como espuma de
mar.
En la finca se había
construido un bar para mayor satisfacción de los trabajadores, las mujeres se
opusieron de primera mano, sus maridos bien cobraban el dinero ganado en una
mañana de cosecha y antes de que el gallo cante al día posterior todo el dinero
se fue tan rápido como las botellas de caña, ron y guanchaca.
El pequeño bar
tenía un nombre atractivo, “El Hueco del Olvido”, todas las tardes abrían a
partir del ocaso y hasta el canto del gallo no cerraban, las muchas personas
que iban eran generalmente hombres, jugaban a los naipes, discutían de temas
interesantes o tonterías de quien sería el primero en cortarse un dedo en la
próxima construcción.
El dueño del bar
era un hombre cercano al medio siglo de edad, bajo y de aspecto bronceado, en
su juventud fue un pescador y trabajó con las camaroneras, pero se hartó del
calor, mar y sol para venir entre las montañas a disfrutar de servir y beber
alcohol.
En la barra había
un solo hombre sentado, con abrigo oscuro y aspecto serio en el sentido “no
jodan estoy pensando”, tomaba entre momentos del vaso de ron que tenía en su
mano derecha y de la izquierda disfrutaba de un plato de patacones con queso,
aquel sujeto sería el dueño de la Clementina, es decir el Señor de todas esas
Tierras, su apariencia y rostro eran rígidos como un tallado en tagua.
No hace poco
acababa de perder a sus dos hermanos en un conflicto en la Costa y su esposa
estaba embarazada, tenía apenas poca mercancía y compradores aún menos, está de
más aclarar que era un comerciante un tanto desafortunado, su cuello portaba un
rosario de plata heredado de su abuela y en la mano derecha cargaba un anillo
de tagua en el pulgar como era de costumbre en su familia.
Tomaba como
desilusionado al comienzo, prosiguió como valiente y al último comenzó a tomar
como si deseara morir envenenado, el cantinero hombre viejo y sabio por los
años, noto que aquel hombre yacía de interés dé vivir, le arrebató la botella y
le sirvió un último vaso.
—No te serviré
más, porque si te vas de aquí y te quedas dormido afuera podrías morirte
congelado —le miró reprochándolo como si fuese un niño.
—Nahh —apenas
pudo articular los labios para decir algo, su boca estaba lenta.
El interior del
bar era cálido, bullicioso y animoso, aun con todos los problemas encima, José
sentía que estaba más animado allí que en su pequeña casa durmiendo en una
hamaca, la cama de su casa era pequeña y estando su mujer embarazada debía
darle el suficiente espacio.
Un viento fuerte
sopló contra las paredes del bar, todos se conmocionaron, era como si un
huracán hubiese pasado cerca suyo y los vidrios de las ventanas estaba
cuarteados, la única puerta del bar se abrió de manera abrupta, José miró con
apuro, desesperación de quien podría abrir una puerta tan gruesa de guayacán
con tal fuerza en un frio que convertía la madera en piedra.
Un hombre de piel
blanca entró, cargaba un poncho de color morado con bordados dorados, tenía un
sombrero de ala ancha oscuro, se notaba que debía rondar una treintena de años,
de gran altura, de espaldas y hombros tan anchos que parecía un cargador de
saquillos y de manos grandes.
Tomó asiento en
la barra, justo a la izquierda de José, el dueño del bar le pregunto si deseaba
algo y este respondió que necesitaba una botella de ron con un plato de
cualquier cosa para picar.
En el otro extremo
del bar varios hombres discutían que aparte de nevar estaba lloviendo y eso era
un hecho tan insólito que uno de ellos comento que estaban viviendo en fin de
los tiempos, que otra gran inundación destruiría el mundo totalmente.
—Pensar que
algunos dudan que existió —dijo el sujeto del sombrero dirigiéndose a José, su
voz era grave y parecía que emitía algún tipo de eco.
—La verdad no
creo que haya sucedido algo así, peor salvarnos en arca todos.
—Créeme si pasó,
agua por donde sea y todo lo que se podía hacer era esperar sobre un madero
—Hablas como si
hubieras estado allí —José lo vio con cierto gesto de risa.
Un silencio corto
invadió la conversación, el tipo del sombrero pensaba decir algo, pero junto
los labios enseguida.
—Por cierto, me
llamo Samael… Samael Yana —le extendió la mano.
—Un gusto, soy
José de la Cruz —le saludo, sintió que su mano era áspera como una rama de
árbol.
— ¿Qué oficio
ejerces? —sacó una botella debajo del poncho y la puso sobre la barra, tenía
las letras borrosas y estaba llena.
—Soy comerciante,
aunque ando en tiempo de vacas flacas —respondió con cierta decepción en su
voz.
—Ohh, entiendo tu
situación, la vida o mejor dicho darse el lujo de poder decir que vivimos es
caro, difícil e imposible para algunos.
— ¿Qué te refieres
a darnos el lujo de decir que vivimos? —le vio con curiosidad, pues aquel
hombre se escuchaba como un gran filósofo antes sus humildes ojos.
—Verás, considero
que para decir que vivimos debe haber cierto nivel de honor, decir puedo comer
esto y de aquello, claro está que tenemos lo necesario para vivir, pero cuando
apenas sorteamos para privarnos de lo que es hasta imprescindible considero que
estamos haciendo el papel de animales, no en mal sentido, estamos
sobreviviendo, usando el instinto primigenio que nos fue otorgado —movía sus
manos mientras hablaba, parecía un profesor impartiendo cátedra.
—Es verdad, pero
más de la mitad de las personas del país pasan mi situación y pronto venderé
las pocas tierras que poseo sino mejora, mientras los extranjeros nos saquean,
las iglesias construyen y los indígenas son maltratados los demás solo nos
sentamos a ver y esperar las migajas del pan que devoran —su voz se tornaba
llena de indignación cada vez.
—Te entiendo, por
eso yo prefiero vivir una vida de errante, ermitaño y así me siento más cómodo
—sonrió mientras tomaba un vaso.
— ¿Qué oficio
tienes tú?, pareces que tu si puedes decir que vives.
—Podría decirse
que soy como un administrador, consejero y comerciante dependiendo la
situación.
—Entiendo, tienes
una buena vida al menos.
—Si, ¿Quiénes son
los dueños de la finca? —vio todos los rincones del bar como si se le hubiese
perdido algo.
—La familia
Araujo, son parientes del Obispo y tienen casi la mayoría de la región bajo su
apellido.
—Ohh, que suerte,
suena como que nacieron en cuna de plata como mínimo.
—Si, son dueños
absolutos de estas tierras, nadie dice ni hace nada aquí contra ellos, su
palabra es la ley.
— ¿Qué pensarías
si te digo que puede haber un nuevo Señor de estas tierras?
—No entiendo…
acaso vas a comprar todo esto o sabes que morirá alguno y cambiarán de
patriarca.
—No, nada de eso,
mi dinero lo uso en cosas para disfrutar —el ambiente se tornó más cálido en el
bar, las ventanas se empañaron totalmente.
—Entonces que
estas queriéndome decir.
—Permíteme
servirte un vaso y te hablare de una propuesta o idea excelente, tan buena como
el oro —le extendió la botella.
—De acuerdo…
espero no seas algún cuentero—acercó el vaso hacia la botella y notó como se
vertía el líquido carmesí en esta.
—Digamos que
tengo cierta influencia, muy grande para ser honestos —sonrió mientras
gesticulaba con las manos.
La pintura del
bar era color caoba, con decorativos de molduras y cuadros de paisajes andinos
en cada lado, tomo un sorbo y noto como todos los demás hombres seguían
conversando, el dueño servía bebidas ayudado de un criado, pero algo le pareció
curioso y entonces al igual que un rayo que cae del cielo esta idea le encendió
los ojos despertando su asombro.
—Tu influencia es
demoniaca, sobrenatural o mágica —José le tiró una mirada furtiva como un perro
rabioso.
— ¿Por qué dices
tremenda acusación?, te he servido de mi botella y me acusas de esa manera —su
voz era defensiva y asombrada como víctima.
—Hace más de un
par de horas que llueve y nieva, pero tu entraste al bar totalmente seco, sin
señal de haberte mojado o nieve en tus botas —se sirvió un vaso y le miro
mientras bebía.
—Eres perspicaz
como un montubio y con una lengua tan mordaz como la de una serpiente —sonrió,
sus dientes eran blanco perla.
— ¿Qué eres? —en
un rápido movimiento José sacó su revólver y le apuntó justo en medio de las
cejas.
—Me tomaría mucho
explicarte eso, pero también se te pasó de alto que sea lo que sea una bala no
me haría daño —tomó el cañón del arma con tranquilidad.
—Seguro entonces
que pasa si te disparo, ¿Te atraviesa la bala? O quizás te cures enseguida —su
mano sujeta con firmeza el revolver.
—Mejor guárdalo,
no te das cuenta que somos imperceptibles ahora, me has apuntado, alzado la voz
y tan siquiera ni el tipo que me sirvió el ron que está enfrente nuestro nos
dice algo, estamos fuera de sentido ahora.
Su alrededor era
el mismo de antes, pero todo se veía igual como si tratara de ver atravesó del
fondo de una botella, turbio, movido y un tanto irreal.
— ¿Qué demonios
quieres? —tomó asiento y puso el arma sobre la barra.
—Casi atinas,
debías decir Demonio ¿Qué quieres? —sonrió
—Entonces eres un
demonio, pensé que serías…
—Extranjero, no
que va, sí que la discriminación es grande en estos tiempos —se rio como si
fuese una hiena, una risa contagiosa y degenerada.
— ¿Qué trato me
propones? Y supongo que tendrá algo así como pequeñas clausulas como darte mi
alma o sacrificar algo.
—Esas son
historias contadas de boca a boca, entenderás de mano en mano se pierde un
elefante, muchos hablan y pocos saben.
—Tu botella
¿acaso no se acaba?, oh cierto, al parecer está maldita.
—Maldita —río de
manera escandalosa —una botella que nunca se acaba es una bendición.
—Mejor habla para
que estés aquí, tengo cita con un Ángel mañana y quiero dormir temprano.
—Saliste
gracioso, vengo ofrecerte una oportunidad tan grande como esta finca por no
decir la misma finca —sonrió.
— ¿Quieres darme
la finca así no más con tus habilidades? —tomó un sorbo y lo vio sonreír, le
parecía corrupto, pero de aspecto elegante.
—No tampoco ando
repartiendo regalos y metiéndome a las chimeneas, yo lo único que hago es poner
la balanza cósmica universal o suerte a tu favor a cambio de que tu hagas algo
por mí —tomó de la botella hasta que se regó el licor en su boca que nunca
llegó a empaparse en sus ropas.
— ¿Qué quieres
que haga? Y, ¿qué me asegura que cumplirás tu palabra? —le vio lo más serio
posible.
—Pues el asunto
es creer, en tiempos menores la fe como dicen o fuerza de voluntad era la magia
del pueblo, mi palabra estará condicionada a tu fe, si crees que cumpliré y lo
pactamos será dado, con todo me comprometo cumplir y sin trampas —sonrió.
—Esas historias
son del tiempo de mi abuela, curaban con oraciones y plantas, el mal clima huía
de los cantos y las maldiciones eran pocas pero fidedignas.
—Exacto, la magia
se vivía tan de cerca como lo estaba la cocina de un cuarto, son cosas que se
perdieron, solo un puñado de personas la usan ahora.
—Vamos al grano,
¿Qué quieres que haga? —tomó un sorbo de la botella directamente, era dulce,
pero al pasar por su garganta ardía como un ají.
—Debes ir donde
los Araujo, negociar con ellos y venderles toda tu mercancía, si puedes
consigue más mercancía y hazlo antes de fin de mes, haz que te firmen un pacto
de que te pagaran en efectivo, véndeselas no tan baratas, pero con precio
tentador y de allí me ocupo yo.
— ¿Quieres que
venda lo único que podría alimentar a mi familia a crédito esperando una
promesa de pago?, dime ¿Que hacías cuando repartieron los cerebros?
—Conversaba con
una mujer en un árbol de manzanas, muy bella, por cierto —sonrió.
—Creo que no
entendí, pero es mejor así —trató de concentrarse, pero le fue imposible—,
entonces hago que me deban dinero, que podrían pagarme con facilidad.
—Exacto, pero
tendrás suerte a tu favor no olvides eso —sonrió y siguió bebiendo de la
botella como naufrago.
— ¿Qué ganarás de
todo esto? —le miraba con asombro, parecía que hablaba con un loco desaforado.
—Podría decirse
que ellos tienen “protección”, en si no puedo hacer nada contra las personas,
peor aún quitarles lo que les he dado, por más que deseara no puedo cobrarles
lo que me deben y así pensé que la mejor opción es ayudar alguien para que los
joda.
— ¿Qué tipo de
protección? —movía el vaso meneando el licor.
—Digamos que cada
vez que los busco no los encuentro, aparte pocos saben que los demonios como
nos llaman ustedes tenemos prohibido dañar a los humanos.
—Si es así porque
hay personas que dicen haber sido poseída o dañadas —le miró con reproche.
—Nosotros somos
un médium, ustedes son una llave, es decir que si la persona lo permite podemos
hacerlo, pero nunca dañar, la diferencia de un humano, demonio y ángel es la
voluntad. Ustedes nacen y tienen elección propia, voluntad y libertad total,
nosotros los otros somos solo puertas que no hacen nada sin llaves.
—Entiendo, es
decir que los Araujo no te pagaron y se aprovecharon de ti, eso es un ruin para
ellos.
—Sí, pero ya está
hecho.
—Aceptaré el
trato con dos condiciones —le sonrió y cogió la botella.
—Escucho, pero yo
pondré una sola condición para mi protección.
—Primero quiero
quedarme esta botella y segundo me demostraras tu suerte.
—De acuerdo, la
mía es que, si no liberas de la esclavitud a tus futuros trabajadores antes que
esta sea abolida en la nación, serás inmortal y eterno como la botella, créeme
que no es divertido.
—Me parece un
trato justo, ten —le tiró su revolver.
— ¿Qué quieres
que haga? —la sujetó con las dos manos y observó que solo poseía una bala en el
tambor.
—Hazla girar,
párala y dispara contra el tiro al cartel del fondo atina justo en medio de las
cejas de quien sale allí, si tienes suerte demuéstrala.
—Esto lo puedo
hacer sin ver —rio mientras giro el tambor lo paró, se levantó y cerró los ojos
para disparar.
El ambiente
volvió hacer fresco, pero un olor a azufre impregnaba el bar, el bullicio fue
interrumpido por un disparo y los hombres se asustaron, comprobaron que nadie
había disparado y volvieron a su juego de cartas.
La bala estaba en
medio de las cejas de un cartel de ser busca de un ladrón famoso.
—Trato hecho
—sonrió José.
—Perfecto ahora
te toca hacer tu parte y yo cumpliré —le estrechó la mano y José sintió que sus
ojos quedaron cerrados, el mundo se encogió y creció en un segundo al abrirlos
estaba en la barra, había dormido y el gallo ya cantaba, era 29 de diciembre y
le quedaban tan solo dos días para cumplir el trato, en su mano izquierda
sujetaba la botella, sonrió la abrió y tomó un sorbo.