Quinto Capitulo: Preludios del Amanecer

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La tarde era fresca con brisas danzantes que corrían en las callejuelas del pueblo, los comerciantes estaban relajados en un costado de sus petates, los comedores cerraban y comenzaban a vender dulces los vendedores ambulantes.

Dante comenzó a caminar al cementerio, quería visitar las tumbas de sus padres por primera vez, no había asistido al funeral y tampoco retornó hasta que el tiempo lo obligó, frecuentaba en su juventud discutir con su padre por sus metas, él esperaba ser militar y su padre se oponía que participara en aquella salvajada.

En su adolescencia se dio una Guerra Civil en el país vecino, Tarqui, destruyó toda la costa extranjera y el partido ganador busco expandirse, tomar las tierras de Paquin, en esos años Dante abandonó todo y se enroló en el ejército con tan solo dos décadas de edad después de una discusión fuerte con su familia, sus padres se consternaron y decidieron no recibir sus cartas por el enojo causado.

Siendo hijo único la soledad de sus padres aumento, mientras las noticias llegaban de las caídas de las tropas en la Guerra y el anuncio que la nación estaba en el borde de la derrota, las personas del pueblo visitaban con frecuencia el cementerio pidiéndole consejos a las tumbas y sabiduría.

Se creía que los muertos podían prevenir males mientras se los recuerden y se les dé ofrendas, durante la Guerra las florerías estaban vacías y los cementerios eran los lugares más pintorescos, la policía los custodiaba y temía que aumentaran los delitos en estos, pero aun en camposanto no existe ladrón tan ruin para profanar el sueño eterno.

El cementerio se divide por secciones, también conocidas como puertas, en la octava puerta se encuentra las tumbas de la familia De la Cruz, todas a excepción de la tumba del Tatarabuelo de Dante; José de la Cruz.

Las tumbas de sus padres eran decoradas con frases y atrás de estas estaba la estatua de un ángel con una daga y los ojos vendados.

Su padre falleció a los sesenta años y su madre a los cincuenta y ocho, vivieron una vida sana y conservadora, aunque no fuesen las personas que iban escuchar misa cada domingo oraban mucho.

Habían fallecido de una gripe que se complicó con ritmo absurdo, en no menos de unas semanas estaban en cama y ningún medicamento los levantaban, muchos del pueblo atribuyeron esto hacia alguna maldición en especial que fue lanzada por un celoso de su fortuna.

Ante las tumbas de sus padres sentía el frio ser tan pesado que le dolían los hombros, el viento intenso que le molestaba los parpados y el olor del monte y la manzanilla en el cementerio.

Había aceptado la muerte de sus padres como alguien que acepta que va a tener gripe después de estornudar mucho, lamentaba no haber estado en paz con ellos y peor no haberlos vistos en años.

En un rincón de la puerta ocho se veían una tumba, solitaria, con girasoles en un florero y ajena a todas. En la placa de mármol podía leerse: Emma García.

No había fechas excepto la de muerte, estaba apartada como si fuese de alguien tan ajeno del pueblo que no estaba ni en la puerta de los turistas muertos.

—Siempre le dejo girasoles —una voz femenina llegaba a pocos metros de Dante.

—Es un bonito detalle, pero ella preferiría que estuvieses haciendo algo mejor que llorarla —sonó tan frio como las tumbas mismas.

—Vale más llorar en tumba que en almohada —se le acercó y lo abrazó por la espalda.

— ¿Cuánto tiempo sin verte? —le sujetó la mano y se la besó.

—Desde que cumpliste veinte años, podrían haber sido más sino venias ahora —su voz fue melancólica.

—Pensaba venir, pero no en estos tiempos, de igual forma me quedaré una temporada aquí.

—Espero que tengas hambre, pasé por la oficina de mi padre me imaginé que vendrías por aquí y quiero invitarte para almorzar donde la Señora Rosa —le sonrió mientras lo contemplaba en silencio.

—Claro, será un gusto compartir contigo —le tomó de la mano.

Caminar en el cementerio puede ser muy entretenido para algunos es como visitar el pasado, pero sin disfrutar de este y solo dejarse imaginar cómo fue la vida de tanta persona que yace allí.

Al salir del cementerio pudieron notar un cierto alboroto a lo lejos, cerca del barrio de los indígenas, se aglutinaban muchas personas, tomaron poca importancia al suceso, pensando que podría ser una pelea cotidiana o una discusión de comerciantes.

La casa estaba en una esquina, de dos plantas y de un color mostaza tan pintoresca entre las demás casas grisáceas, adornada con sábilas y girasoles en maceteros colgantes.

En el pórtico se encontraba una banca verde oscura, de esas que se encuentran en parques municipales, una mujer de cabellos canosos y con ropa acogedora estaba esperando allí, sus espejuelos eran finos y con patas color ámbar. Los jóvenes llegaron hacia el pórtico mientras la mujer los veía sonriente, con nostalgia y afecto.

—Has crecido tanto como un árbol de mango —la mujer le abrazó y le besó las mejillas.

—Gracias Señora Rosa, ha sido un tiempo largo desde que no nos vimos —le sonrió.

—Vengan ambos, entremos de una vez que el hornado se enfría —abrió la puerta y un olor a cerdo asado salió despedido y mezclado con el olor de la sábila en el pórtico.

El interior de la casa era de colores pasteles y crema en los decorados de las molduras, el comedor tenía una mesa de vidrio y sillas de madera, el olor de la comida era dulce e invitaba a sentarse con ansiedad.

Las paredes vestían los títulos de la Señora Rosa y su difunto esposo, fotos de familia y cuadros del pueblo o paisajes lejanos.

Dante y Belén tomaron asientos uno enfrente del otro, esperando a la Señora Rosa que cargaba un tipo de diario en la mano y que deposito en el mesón de la cocina.

—Coman todo lo que quieran, aquí siempre sobra —les hizo seña que tomen lo que gusten de la mesa.

—Gracias, buen provecho —le sonrió Belén mientras sirvió un poco de jugo de maracuyá en su vaso.

Comieron en un silencio sepulcral, la exquisitez de la comida era tal que deseaban disfrutarla lentamente y sin apuro alguno. Cuando terminaron los muchachos lavaron los platos, comentaban sobre los tiempos en que eran niños y el pueblo tenía más vida, pues claro está que un pueblo sin niños no tiene alegría y sin ancianos existe sin historia.

— ¿Cómo es tu vida en la Costa? —preguntó la Señora mientras cogía el diario.

—Me dedico a la venta de mercadería  y compra de casas, tengo un par de casas en alquiler —tomó asiento mientras trataba de leer el título del diario que era opacado por la mano de la señora.

—Eso es bueno, has prosperado como lo hubiese hecho un De la Cruz —puso el diario en la mesa y su mano sobre el título.

— ¿De qué es ese diario Señora? —dijo Belén inquieta, lo seguía con la mirada.

El rostro de la mujer se tornó más envejecido, su mirada era vaga y profunda, movió sus labios agrietados, pero no salió palabra alguna.

—Es de mi hijo… el comerciante —su voz parecía quebrarse.

—Ohh lo siento tanto, disculpe por hacerle acuerdo —se lamentaba de su pregunta.

—Tranquila hija, es normal, en mi edad uno ve morir e irse a muchos, peor aún en tiempos tan difíciles —le sonrió con falsa motivación.

—Lamento su perdida Señora —Dante le tomó la mano.

—Gracias, igualmente yo con tus padres, pero quisiera que me hagas un favor —puso sus manos sobre las de él.

— ¿Qué favor? Dígame para ayudarla —le vio con ojos exaltados.

—Mi hijo, Carlos, estuvo en Garzota y este diario fue escrito por él, quiero que lo leas y me digas que si lo que pasa allí es posible, tú vistes la guerra, sabes cuando una persona es cruel, heroica o monstruosa. Quizás este diario sirva de evidencia para pedir ayuda si es atacado el pueblo.

—De acuerdo, pero no desearía que después de leerlo se lo devuelva —tomó el diario y vio la pasta blanca con el nombre de Carlos en el centro de este.

—No, quédatelo o quémalo, pero dale un uso —inclinó la cabeza—, no hay nada bueno en ese diario.

—Entiendo, no volveré a preguntar más —tomó el diario y se levantó de la silla para abrazarla.

—Yo me tengo que ir Señora, le agradezco todo en especial la comida —dijo Belén mientras la abrazaba.

—De nada, son bienvenidos aquí siempre que gusten —les abrió la puerta.

Al salir el aroma de la sábila les invadió la nariz y en un momento dado pensaron al mismo tiempo en sus mentes que podría poseer el diario que hizo dudar a una mujer mayor, doctora y con tal experiencia en el mundo.

— ¡Dante! —gritó la mujer.

—Dígame Señora.

—Al Coronel quien se menciona en el diario yo fui quien lo operó, si llegas a verlo algún día asegúrate de mencionarme ante él.

—De acuerdo lo hare —sonrió y en su mente buscaba sentido a lo que había escuchado.

Caminaron sin apuro, sentían una inquietud al salir de la casa y con los pasos lograron preguntarse interiormente si acaso la soledad no había mermado ya en la frágil mente de la Señora Rosa, la soledad era un veneno paciente y voraz, temible en la edad mayor y odiado en la juventud.

El miedo hacia la soledad no radica en estar sin nadie, está en el hecho de no estar para nadie, reducir la existencia en un grano más de arena en un desierto olvidado en los confines del mundo y ver como la capacidad de observación solo influye para ilustrar la felicidad ajena mientras la propia es tan lejana como el ocaso del alba.

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