Capitulo Anterior: La Realidad
La tarde era
fresca con brisas danzantes que corrían en las callejuelas del pueblo, los
comerciantes estaban relajados en un costado de sus petates, los comedores
cerraban y comenzaban a vender dulces los vendedores ambulantes.
Dante comenzó a
caminar al cementerio, quería visitar las tumbas de sus padres por primera vez,
no había asistido al funeral y tampoco retornó hasta que el tiempo lo obligó,
frecuentaba en su juventud discutir con su padre por sus metas, él esperaba ser
militar y su padre se oponía que participara en aquella salvajada.
En su adolescencia
se dio una Guerra Civil en el país vecino, Tarqui, destruyó toda la costa
extranjera y el partido ganador busco expandirse, tomar las tierras de Paquin,
en esos años Dante abandonó todo y se enroló en el ejército con tan solo dos
décadas de edad después de una discusión fuerte con su familia, sus padres se
consternaron y decidieron no recibir sus cartas por el enojo causado.
Siendo hijo único
la soledad de sus padres aumento, mientras las noticias llegaban de las caídas
de las tropas en la Guerra y el anuncio que la nación estaba en el borde de la
derrota, las personas del pueblo visitaban con frecuencia el cementerio
pidiéndole consejos a las tumbas y sabiduría.
Se creía que los
muertos podían prevenir males mientras se los recuerden y se les dé ofrendas,
durante la Guerra las florerías estaban vacías y los cementerios eran los
lugares más pintorescos, la policía los custodiaba y temía que aumentaran los
delitos en estos, pero aun en camposanto no existe ladrón tan ruin para
profanar el sueño eterno.
El cementerio se
divide por secciones, también conocidas como puertas, en la octava puerta se
encuentra las tumbas de la familia De la Cruz, todas a excepción de la tumba
del Tatarabuelo de Dante; José de la Cruz.
Las tumbas de sus
padres eran decoradas con frases y atrás de estas estaba la estatua de un ángel
con una daga y los ojos vendados.
Su padre falleció
a los sesenta años y su madre a los cincuenta y ocho, vivieron una vida sana y
conservadora, aunque no fuesen las personas que iban escuchar misa cada domingo
oraban mucho.
Habían fallecido
de una gripe que se complicó con ritmo absurdo, en no menos de unas semanas
estaban en cama y ningún medicamento los levantaban, muchos del pueblo
atribuyeron esto hacia alguna maldición en especial que fue lanzada por un
celoso de su fortuna.
Ante las tumbas
de sus padres sentía el frio ser tan pesado que le dolían los hombros, el
viento intenso que le molestaba los parpados y el olor del monte y la
manzanilla en el cementerio.
Había aceptado la
muerte de sus padres como alguien que acepta que va a tener gripe después de
estornudar mucho, lamentaba no haber estado en paz con ellos y peor no haberlos
vistos en años.
En un rincón de
la puerta ocho se veían una tumba, solitaria, con girasoles en un florero y ajena
a todas. En la placa de mármol podía leerse: Emma García.
No había fechas
excepto la de muerte, estaba apartada como si fuese de alguien tan ajeno del
pueblo que no estaba ni en la puerta de los turistas muertos.
—Siempre le dejo
girasoles —una voz femenina llegaba a pocos metros de Dante.
—Es un bonito
detalle, pero ella preferiría que estuvieses haciendo algo mejor que llorarla
—sonó tan frio como las tumbas mismas.
—Vale más llorar
en tumba que en almohada —se le acercó y lo abrazó por la espalda.
— ¿Cuánto tiempo
sin verte? —le sujetó la mano y se la besó.
—Desde que
cumpliste veinte años, podrían haber sido más sino venias ahora —su voz fue
melancólica.
—Pensaba venir,
pero no en estos tiempos, de igual forma me quedaré una temporada aquí.
—Espero que
tengas hambre, pasé por la oficina de mi padre me imaginé que vendrías por aquí
y quiero invitarte para almorzar donde la Señora Rosa —le sonrió mientras lo
contemplaba en silencio.
—Claro, será un
gusto compartir contigo —le tomó de la mano.
Caminar en el
cementerio puede ser muy entretenido para algunos es como visitar el pasado,
pero sin disfrutar de este y solo dejarse imaginar cómo fue la vida de tanta
persona que yace allí.
Al salir del
cementerio pudieron notar un cierto alboroto a lo lejos, cerca del barrio de
los indígenas, se aglutinaban muchas personas, tomaron poca importancia al
suceso, pensando que podría ser una pelea cotidiana o una discusión de
comerciantes.
La casa estaba en
una esquina, de dos plantas y de un color mostaza tan pintoresca entre las
demás casas grisáceas, adornada con sábilas y girasoles en maceteros colgantes.
En el pórtico se
encontraba una banca verde oscura, de esas que se encuentran en parques
municipales, una mujer de cabellos canosos y con ropa acogedora estaba
esperando allí, sus espejuelos eran finos y con patas color ámbar. Los jóvenes
llegaron hacia el pórtico mientras la mujer los veía sonriente, con nostalgia y
afecto.
—Has crecido
tanto como un árbol de mango —la mujer le abrazó y le besó las mejillas.
—Gracias Señora
Rosa, ha sido un tiempo largo desde que no nos vimos —le sonrió.
—Vengan ambos,
entremos de una vez que el hornado se enfría —abrió la puerta y un olor a cerdo
asado salió despedido y mezclado con el olor de la sábila en el pórtico.
El interior de la
casa era de colores pasteles y crema en los decorados de las molduras, el
comedor tenía una mesa de vidrio y sillas de madera, el olor de la comida era
dulce e invitaba a sentarse con ansiedad.
Las paredes
vestían los títulos de la Señora Rosa y su difunto esposo, fotos de familia y
cuadros del pueblo o paisajes lejanos.
Dante y Belén
tomaron asientos uno enfrente del otro, esperando a la Señora Rosa que cargaba
un tipo de diario en la mano y que deposito en el mesón de la cocina.
—Coman todo lo
que quieran, aquí siempre sobra —les hizo seña que tomen lo que gusten de la
mesa.
—Gracias, buen
provecho —le sonrió Belén mientras sirvió un poco de jugo de maracuyá en su
vaso.
Comieron en un
silencio sepulcral, la exquisitez de la comida era tal que deseaban disfrutarla
lentamente y sin apuro alguno. Cuando terminaron los muchachos lavaron los
platos, comentaban sobre los tiempos en que eran niños y el pueblo tenía más
vida, pues claro está que un pueblo sin niños no tiene alegría y sin ancianos
existe sin historia.
— ¿Cómo es tu
vida en la Costa? —preguntó la Señora mientras cogía el diario.
—Me dedico a la
venta de mercadería y compra de casas,
tengo un par de casas en alquiler —tomó asiento mientras trataba de leer el
título del diario que era opacado por la mano de la señora.
—Eso es bueno,
has prosperado como lo hubiese hecho un De la Cruz —puso el diario en la mesa y
su mano sobre el título.
— ¿De qué es ese
diario Señora? —dijo Belén inquieta, lo seguía con la mirada.
El rostro de la
mujer se tornó más envejecido, su mirada era vaga y profunda, movió sus labios
agrietados, pero no salió palabra alguna.
—Es de mi hijo…
el comerciante —su voz parecía quebrarse.
—Ohh lo siento
tanto, disculpe por hacerle acuerdo —se lamentaba de su pregunta.
—Tranquila hija,
es normal, en mi edad uno ve morir e irse a muchos, peor aún en tiempos tan
difíciles —le sonrió con falsa motivación.
—Lamento su
perdida Señora —Dante le tomó la mano.
—Gracias,
igualmente yo con tus padres, pero quisiera que me hagas un favor —puso sus
manos sobre las de él.
— ¿Qué favor?
Dígame para ayudarla —le vio con ojos exaltados.
—Mi hijo, Carlos,
estuvo en Garzota y este diario fue escrito por él, quiero que lo leas y me
digas que si lo que pasa allí es posible, tú vistes la guerra, sabes cuando una
persona es cruel, heroica o monstruosa. Quizás este diario sirva de evidencia
para pedir ayuda si es atacado el pueblo.
—De acuerdo, pero
no desearía que después de leerlo se lo devuelva —tomó el diario y vio la pasta
blanca con el nombre de Carlos en el centro de este.
—No, quédatelo o
quémalo, pero dale un uso —inclinó la cabeza—, no hay nada bueno en ese diario.
—Entiendo, no
volveré a preguntar más —tomó el diario y se levantó de la silla para
abrazarla.
—Yo me tengo que
ir Señora, le agradezco todo en especial la comida —dijo Belén mientras la
abrazaba.
—De nada, son
bienvenidos aquí siempre que gusten —les abrió la puerta.
Al salir el aroma
de la sábila les invadió la nariz y en un momento dado pensaron al mismo tiempo
en sus mentes que podría poseer el diario que hizo dudar a una mujer mayor,
doctora y con tal experiencia en el mundo.
— ¡Dante! —gritó
la mujer.
—Dígame Señora.
—Al Coronel quien
se menciona en el diario yo fui quien lo operó, si llegas a verlo algún día
asegúrate de mencionarme ante él.
—De acuerdo lo
hare —sonrió y en su mente buscaba sentido a lo que había escuchado.
Caminaron sin
apuro, sentían una inquietud al salir de la casa y con los pasos lograron
preguntarse interiormente si acaso la soledad no había mermado ya en la frágil
mente de la Señora Rosa, la soledad era un veneno paciente y voraz, temible en
la edad mayor y odiado en la juventud.
El miedo hacia la
soledad no radica en estar sin nadie, está en el hecho de no estar para nadie,
reducir la existencia en un grano más de arena en un desierto olvidado en los
confines del mundo y ver como la capacidad de observación solo influye para
ilustrar la felicidad ajena mientras la propia es tan lejana como el ocaso del
alba.