Octavo Capitulo: Confrontación

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La luna tan pura y reluciente como una joya en la gran vitrina celestial, luz tenue que irradiaba las pocas esquinas del pueblo y los sembríos vigilados por los espantapájaros que daban susto de muerte a los cuervos embusteros.

Pasado el anochecer, el pueblo volvía bajo sus techos, los jornaleros retornaban a la casa y los comerciantes desarmaban los petates emprendiendo rumbo hacia el reposo en sus hamacas.

El Hostal “Montañita” era la segunda edificación más grande del pueblo, solo opacada por la casa de Dante, gracias al terreno de su jardín, era la única construcción de tres pisos con terraza, existían una docena y media de habitaciones en el lugar donde apenas se ocupaban pocas en épocas nada turísticas.

Los turistas gustaban del hostal por su precio y cercanía con los comerciantes. La dueña del hostal era una mujer en sus cincuenta años, Doña Yolanda, junto con su hija Fernanda quien era una treintona que después de la muerte de su padre en la guerra, tomó la decisión de acompañar a su madre en el negocio familiar.

Las tardes en el hostal eran rutinarias, todo el día estar en la recepción esperando si alguna alma curiosa e intrépida se animaba a pasar una noche o dos en el pueblo y preguntaba sobre qué podía hacer para distraerse, a lo que ellas responderían que intentara cazar algo, visitar el bosque o el cementerio, que es un lugar interesante para gente de gustos raros.

Algunas de las habitaciones del hostal eran alquiladas para personas del pueblo, estas habían preferido vivir en techo pagado que en propio y seguir así su vida por años, así que las ganancias del hostal no eran cero siempre.

Ya habían pasado dos horas del anochecer y el hostal disponía cerrar sus puertas, por regla general, solo las personas que residían tenían copia de la llave, salían y entraban cuando querían.

La puerta fue tocada varias veces y con fuerza, como si el desespero se apoderara de quien llamaba.

—Buenas, disculpe la molestia, pero tendrá acaso habitación. —Sonrió un tipo con camisa blanca y espejuelos oscuros.

—Claro aún tenemos, entra. —Le invitó a entrar, pero le dio mucha curiosidad el hecho que cargara espejuelos tan oscuros en la noche, solo un idiota lo haría.

—Gracias, recién llego al pueblo y no encontraba donde pasar la noche, hoy el frio será espantoso. —Se frota las manos y la chica notó que cargaba guantes oscuros.

— ¿Por qué los guantes y los espejuelos? —le pregunta mientras buscaba un libro en la recepción.

—Pues verá, mi ojo derecho lo perdí y aun no tengo uno de vidrio para reemplazarlo, el parche es muy de la Costa, aunque admito que parezco un tonto con espejuelos de noche. —Sonrió mientras se acercó al mostrador.

—Ohh entiendo, una lástima. Y… lo de su ojo y los guantes... ¿A qué se debe? —Abrió el polvoriento libro en el mostrador.

—Perdí el ojo en la guerra y las manos se me dañaron con una explosión así que no quiero andar por allí mostrando cicatrices. —Lo miró transmitiendo pena.

—Disculpa. —Hablaba mientras le entregaba la llave y un papel con un seis borroso.

—Gracias. Por  cierto, ¿Cuál es tu nombre? —Se acercó al mostrador tan a prisa que invadió el terreno de la muchacha.

—Soy… Fernanda —pronunció tímidamente, de cerca le parecía un hombre simpático, con facciones rudas y de nariz perfilada menor de sus veinticinco años, pero daba un aspecto de haber sido muy maltratado por la vida.

—Gracias, mañana bajaré para que conversemos. —Subió por las escaleras mientras arrastraba una gran maleta.

El hostal había cerrado después de atender al extranjero, debido a la edad y la costumbre, Doña Yolanda era quien mantenía el turno de la noche, desde la muerte de su esposo se dedicó a pasar las noches en la recepción leyendo algún libro, contar las baldosas o admirar el pueblo en su letargo nocturno hasta el alba.

Le inquietaba el futuro del pueblo y de cómo podría subsistir su única hija en un pueblo en decadencia, pasaba noches deseando que su hija se casara con De la Cruz o con el hijo del alcalde y así podría tener una vida más digna, aunque le desagradaba el hijo del alcalde, un muchacho con el ego más grande que un árbol.

En sus tantos años de guardia nocturna, nunca tuvo algún problema con los inquilinos, ni siquiera algún llamado de atención por bullicio o peleas domésticas.

En sus oídos había un ruido que le molestaba durante minutos y sintió como si este fuese cada vez más cercano, escuchaba un silbido suave y después se tornó en uno potente, al levantarse de su asiento pudo notar una sombra en la puerta principal, un sujeto con ropas de algodón y bombachas con excepción del pantalón.

El hombre tocó la puerta mientras movía la mano en señal de atención, Doña Yolanda, como mujer experimentada y conocedora de lo peligroso que puede escupir la madrugada en tales horas, había modificado la puerta para que, al levantar una ventanilla del metal, pueda ver y escuchar más fácilmente al otro.

— ¿Qué quieres a esta hora? ¿Eres estúpido, acaso no ves que te morirás de frio? —El tono de la mujer era enojado, había sido movida de su comodidad.

—Déjame entrar, un amigo mío está allí dentro. —Miraba a la mujer impaciente, movía los dedos en señal de frio.

— ¿Qué amigo? Dime su nombre para que baje y te reconozca. —La anciana había obtenido experiencia  a través de los años con ladrones que buscaron entrar en el hostal usando esos trucos.

—Abre la puerta, me muero de frio, allá dentro te explicaré todo. —Golpeó la puerta y su rostro se mostraba enervado del coraje.

—No, vas a buscar que llame a un policía, lárgate de aquí. —Doña Yolanda le dio la espalda y caminó hacia la recepción.

Había dejado a un hombre fuera del hostal y en la madrugada, por prevenciones, así había evitado muchos robos, o eso creía ella, su desconfianza creció como los años de su difunto marido y aunque le pesaba en la conciencia, ya que el frio era fuerte, debía mantenerse firme.

Al cabo de pocos minutos, un estruendo golpeó como látigo las orejas de la mujer y pudo comprender en pocos segundos el miedo que le acechaba, un disparo había impactado contra  la puerta y cuando apenas pudo agacharse debajo del mostrador sintió como otro retumbaba contra el metal de la entrada, no sabía manejar armas y tampoco tenía una, su hija estaba en el tercer piso durmiendo y la  planta baja no contenía más habitaciones excepto la suya, los demás cuartos eran de baño, comedor, sala y cocina.

La ansiedad la carcomía el alma, quizás si lo hubiese dejado entrar buscaría lo que quería, se llevaba lo necesario y se largaba.

El golpe de la puerta contra el suelo fue suficiente para que la certeza de su corazón le dijera que estaba próxima a ser encontrada, escuchó los pasos lentos y pesados como un tronco al caer que invadían todo el corredor de la entrada hasta la recepción, tiraba libros y hojas que estaban sobre el mostrador, cuando vio que entró a la recepción, sintió como una pesada mano de un golpe rompió el mostrador y sujetando del vestido a la mujer le gritó.

—Aquí debe de estar anotado. —Sus ojos eran furiosos e intimidantes esferas llenas de ferocidad.

—No se… que dices… déjame ir. —Apenas hablaba del miedo al notar el arma del sujeto en su mano izquierda.

— ¡AQUÍ ESTÁ JUAN BATISTA! ¿¡DÓNDE SE ESCONDE!? —Su grito fue tan fuerte, que se oyó como las puertas de los inquilinos superiores se abrieron.

—No sé de quién hablas, quizás sea el tipo que vino en el anochecer y olvidaron tomarle el nombre. —Las lágrimas estaban a punto de brotar de sus ojos.

— ¿En cuál habitación se alojó? Dime rápido o puedes terminar muerta y no será a causa del frío. —Le apuntó a la cabeza.

—Está en la número seis, por favor déjala —le imploró Fernanda que apenas había bajado la escalera por el ruido que se había disipado en toda la casa.

—Tráelo hacia acá, la mujer muere donde se atreva hacer algo. —Le apretó la pistola en la cabeza a la mujer que rompía en llanto, alzó la mano para pegarle con el arma, pero un estruendo como relámpago le arrebató la acción y los dedos, su mano parecía un muñón.

El tipo notó que posterior al estruendo, su arma cayó al suelo al haber sido atravesado en la mano con un disparo.

Al girar hacia la escalera pudo notar un hombre de espejuelos sosteniendo un arma, por segundos pensó haber visto algún tipo de color llameante detrás de aquellas lunas, al volver en sí mismo su atención, gritó y trato de coger el arma, pero era tarde un disparo le dio en la pierna justo en la rodilla destrozándole el miembro y quedando apenas conectada a su cuerpo por unos remiendos de piel y lo hizo caer, su arma fue tomada por el tipo de los espejuelos que estaba frente suyo en un pestañar-

— ¡Maldito desgraciado! La policía estará aquí enseguida y dudo que puedas soltarte tan rápido. —Se apretaba las heridas que salpicaban sangre.

—Me importa poca cosa que vengan, ¿Qué quieres conmigo? —Le apuntó en la cabeza.

— ¡Jódete! —escupió cerca de sus pies.

—Como digas. —Pisó la herida de su pierna, mientras el tipo gritaba del dolor.

— ¡Ya! ¡Detente! —aullaba.

—Habla o te disparo en la otra pierna. —Apuntó enseguida.

—Te seguí desde Garzota, vi que estuviste allí y pensé que este sería el siguiente lugar donde vendrías, ¿Qué problemas tienes con nosotros? —Se reía lentamente como si tratara de opacar el dolor.

—Son asuntos personales que debo arreglar, ustedes son ovejas y saldrán perjudicados si intervienen.

—Juan… Batista, nadie pensaría que nos encontraríamos aquí y tú amenazándome de muerte, eres un sobrante—dijo el hombre sonriente mientras desangraba lentamente.

El rostro de Juan era sereno, apuntaba directamente hacia el sujeto en el piso, de no ser por la repentina llegada de la policía con su jefe, David, este hubiese gastado una bala más.

— ¡Quédate quieto! —gritó uno de los policías apuntándolo.

—Tranquilos— dijo Juan mientras puso el arma en el piso y mantenía las manos alzadas.

— ¿Cómo te llamas? —Se le acercó el hombre con mayor presencia de los policías. —Juan Batista. —Le miraba desafiante.

—Anda a tu habitación y espera allí, serás escoltado por un policía que te esperará en la puerta, coge lo que necesites y no hagas idioteces.

—De acuerdo. —Se levantó y subió la escalera no sin antes sonreírle a Yolanda.

Un policía escoltó a Juan mientras uno seguía acompañando a su jefe, otro fue a llamar un médico para transportar al herido, comenzaron haciendo preguntas a la mujer y a la muchacha.

Durante los últimos años la policía del pueblo temía toparse con algún hombre de los purificadores, creían que arrestar uno atraería al resto y que la situación sería desbordante para ellos, apenas contaban con pocos policías y ansiaban la llegada próxima de los refuerzos de la policía sobrante de los otros pueblos.

Consideraban que los militares estaban corrompidos, habían pedido auxilio y nadie ayudó, algunos creen que gracias al regionalismo existente en el país los mandos más altos del gobierno siendo costeños, pensaban dejar a su suerte, La Sierra para así consolidarse en el poder y subyugar a toda la parte andina.

Aquella teoría era muy cercana a la realidad, la nación experimentó conflictos y matanzas hacia sindicatos de trabajadores, de no ser por la guerra del siglo que a la fuerza, unificó al país que hubiese estallado en un conflicto civil sangriento.

Los pueblos estaban experimentando problemas graves y los purificadores se volvieron una plaga en la región de tal fuerza, que muchas personas migraban hacia la costa, otros preferían jugar a la suerte y permanecer en su pueblo.

El doctor de la policía había llegado y con él, su ayudante, las mujeres y demás inquilinos esperaban en la sala, el hecho había conglomerado muchas personas fuera del hostal y el amanecer era próximo.

Había pasado un tiempo considerablemente largo y el policía que escoltaba a Juan no bajaba con él, la preocupación del jefe le obligó a interrogar al herido para saber quién era la persona que lo había dejado en tan penosas condiciones.

— ¿De dónde lo conoces? —Se puso en cuclillas para hablarle cerca del rostro.

—Yo que voy a saber, solo me encargaron matarlo y nada más.

— ¿Quién te encargo matarlo?

—Mi jefe, cúrenme rápido y déjenme largar o tendrán graves problemas.

— ¡Idiota! Casi me matas y te portas desafiante. —gritó la mujer mientras le escupió en el rostro.

— ¿Qué acaso no tienes miedo de irte al infierno? —preguntó la muchacha con mucha inocencia.

—Infierno…crecí en un lugar igual, Lázaro me enseño muy bien que no existe infierno como tal, solo es un lugar para la persona que va y cambia conforme lo pensemos. —La determinación en sus ojos era enfermiza, pero ante tal profunda reflexión muchos dudaron de su concepto del infierno.

— ¿Quién es Lázaro? —David lo veía con asco, ante él estaba un sujeto totalmente herido, pero lleno de una voluntad sucia.

—Aunque me golpees y mates no te diré nada, somos torturados y solo quienes pasan sin revelar nada, se unen, si acaso quieres conocerlo anda a Juján y averigua.—Una sonrisa enferma se esbozaba en su rostro mientras comenzaba a botar sangre por la boca.

— ¿¡Qué demonios le pasa!? —gritó Fernanda.

—Llegó la hora, nos vemos del otro costado. —Sonrió mientras comenzó a vomitar sangre, sus ojos y nariz botaban la sangre como agua en grifo, tiempo después, convulsionó y en cuestión de pocos segundos dejó de moverse en un charco carmesí.

La escena fue impresionante y la primera idea que cruzó por la mente de David fue Juan, porque aún no bajaba, dejó encargado al doctor y junto al otro policía subieron la escalera con sumo cuidado, habían olvidado que al momento que cargaron al herido este no cargaba un arma y Juan dejo una en el piso, dedujo que por el testimonio de la mujer, que el herido tenía su propia arma al igual que Juan y faltaba una de estas, en el peor caso que su mente pudo imaginar, era que Juan los atacaría y había sometido al policía que le escoltó.

Al llegar al piso a la habitación notaron como la escolta estaba inconsciente sobre la cama y no había rastro de que alguien hubiese estado en la habitación.

—Jefe, hay una nota encima de Wladimir—dijo el policía que movió a su compañero.

— ¡Dámela enseguida! —Le arrancó la nota a la fuerza.

La nota había sido escrita en un papel suave como la seda y era tan elegante como invitación de boda, su texto era claro y decía:

Debido a mis asuntos de gran importancia lamento no poder conversar contigo, Fernanda, espero me disculpes por el alboroto.

Debajo de la nota deje un dinero extra por los problemas,  y quiero realizarles una dulce pero amarga pregunta a los que lean la nota, y, espero que logren resolverla rápido, de lo contrario, su valioso tiempo se acabará.

¿Creen estar listos para la tormenta que se acerca?

Algo que está fuera de su alcance está por venir, lárguense del pueblo y vivan lejos de este lugar, no interfieran en mi camino o en el de Lázaro, solo muerte y sufrimiento habrá, el anochecer será eterno y la muralla de invierno caerá, la muerte visitará el pueblo y el viento solo traerá el olor a sangre mientras, en cadena cada una de sus casas será consumida por el fuego, pero ante este huracán de locura y muerte he de estar parado con mis dos cañones encarando al demonio que acecho las montañas, solo les ruego que se protejan y no intenten pelear contra aquella bestia que doblega voluntades y posee mensajeros de muerte.

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